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1
A veces se nos olvida ser quienes somos por ínfimas locuras y a ellos se les metía, no en los sesos de las cabezas, sino en el trasiego de las resonancias. Esas resonancias venían a hacer los detalles extinguiéndoles ecos. No sabían qué hacer en adelante. Pero a lo lejos, y no importaba, cada uno por su lado merecían la tierna lucidez de estar bien ante las hecatombes ya experimentadas. No se sentarían a esperar de ningún modo que se establecieran como seres humanos dignos para sí, mientras continuaban enviándose a plena era del ciberespacio cartas y postales. Cuando decidían hablarse por medio de los ordenadores, así se lo comunicaban, un oleaje de frialdad los invadía y ya los sentimientos humanos se iban perdiendo simultáneos con la ridiculez de los movimientos en la pantalla. Sentían la distancia tan cerca y verse así con los colores de piel distintos acumulaban en ellos la indiferencia. No se lo decían. Pero en las oraciones que formulaban al escribirse en tiempo real se podía ver entre líneas.
Habían perdido la costumbre de escribir sus textos a lápiz. Gina en los tiempos de allá comenzó a elaborar sus obras en su computadora personal. Aparicio aun continuaba con sus manuscritos a tinta azul y negra, no quería despegarse de esa vieja costumbre, pero tuvo que aceptar la modernidad de los tiempos e iniciar sus proyectos directamente en la pantalla.
A Aparicio una vez le sobrevino preguntar por la perra de muchos años, la que le había dado cariño en los pies. Gina no perdió oportunidad de mostrársela por la webcam. La cara de la perra se notaba cansada, vieja, ojerosa, con su extraña relación de chihuahua. Azul lo veía, lo recordaba más joven, con su plena risa de melancolía cuando Gina se enojaba por las discusiones de conceptos relacionados con la postmodernidad. La perra trataba de lamerle el rostro, ella retiraba su cara con cierta maestría de mujer airosa. Del otro lado Aparicio sostenía un gato, y le dijo que también lo había bautizado con el nombre de Azul para recordarla. Puso cara de rabia, aunque no dijo nada se podía entrever que lo sentenciaba por adjudicarle el mismo nombre. Él puso de objeción que a la perra no le quedaba mucho de vida y que era necesidad continuar con el nombre para no perder la sintonía de los sueños. Azul miró a Azul y sin hablar se hablaron pese a la enemistad de por vida de estos animales. Azul gato se preguntaba siempre por qué ese nombre, no le venía en nada —por eso ponía caso omiso cuando Aparicio lo llamaba a comer— si él era gris con rayas oscuras. La otra se hacia la misma pregunta en los primeros días de su existencia y al pasar los días se acostumbró al nombre por llevar el pelaje negro.
El gato de Aparicio le fascinó ver la perra de Gina al otro lado de la pantalla. No se apeaba de las piernas de su amo, ni mucho menos la Azul can se alejaba de observar al gato. Un desafío de lejos tan cerca, como un contraste de amor por medio de la mampara. Estos animales a primera vista quedaron prendidos de amor. Azul con su patita lanzó un zarpazo contra la pantalla. Azul se echó hacia atrás y ladró fuerte. Gina se asustó y le reprochó. Lo mismo hizo Aparicio. Se echaron a reír por las impertinencias de los animales.
2
Azul soñó con Azul. Eran felices andando con sus respectivos compañeros, pero como esto es un sueño de Azul, la Azul también creyó soñar con un gato. La perra ladrará desde una jaula del patio demente y con espuma en el hocico —ladridos gatos, maúllos perras como santos y templos rotos. El gato se pondrá los zapatos, sí, aquel escurrido por vegetales y cerezas, no, éste aferrado a las ramas sosteniendo un grillo o un lagarto —y caminará por los bulevares e irá a un bar a reunirse con su amada.
Cierto día, la perra ya muda, devolvió una moneda al ladrar terrible y hermosa, metida en una máquina de flores —y dará saltos de alegría, no por el metal de las flores que deja un aroma a excremento, sino verá al gato felinar por mesas y bebidas, y será apetecido, envidiado, resumido a una palabra, a una fotografía o una pintura rupestre. La rabia se endurece en olas y oleadas: orinan en la misma calle, en la misma habitación de hotel, comen en el mismo plato y sueñan en el mismo sueño. ¡Ah!, cosas de gato y perra.
3
Se escapaba por el hueco de la ventana a vagar por las calles aledañas y a hurgar en las basuras de los zafacones, veía a la perra acercándosele por detrás, tomarlo con su mandíbula por el espinazo, lamerlo y jugar a las corridas nunca antes realizadas por una pradera de flores amarillas, con aves y ratones. Él la amaba y sus ojillos verdes reflejaban la luz de los vehículos sacándolo de sus pensamientos. Atributos de jazz y de los amores de su amo. Regresaba a altas horas al apartamento cuando la embriaguez de la suciedad lo colmaba, cuando sabía que Aparicio roncaba la nostalgia de regresar al lado de Gina para echarse a su lado a dormir. Pero Azul con sus campanillas al cuello y sus runruneos lo despertaba, entonces lo agarraba y se lo metía entre sus brazos. Esto se fue alejando al llegar una extraña en sus vidas. La mujer una que otras veces se quedaba en las frías noches de invierno y despojó a Azul del lugar que le pertenecía. Esto lo irritaba bastante y pensaría arañarle el rostro a su nueva amiga, sacarle los ojos color avellana, ver los hilillos de sangre escurriéndosele por la piel cobriza. Azul perra dormía en las imágenes de Gina cuando regresaba del trabajo en las noches, y con alegría corría de un lado para otro, saltándole encima. A la perra le dolía ver como ella se encerraba en la casa dejándola fuera. La casa permanecía impenetrable y Azul le daba golpecitos a la puerta con temor para que la dejara ingresar y verla comer los exquisitos manjares hechos por la madre. Recordaba los días buenos cuando Aparicio iba los domingos a visitarlas y ella aprovechaba la circunstancia para meterse en la cama de Gina y dormir la siesta. Siempre los molestaba al llegar las tardes porque ellos se trancaban en la sala dejando en el patio a los padres y Azul los veía en caricias y besos, perdidos, yéndose en un ambiente de olas, entregándose a la marea y a los vértigos, desparramándose con cierto gusto por lo prohibido. La perra pensaba en su edad de perro, ya era tiempo suficiente de andar con los machos por ahí, jugueteando y mostrando su sexo hinchado por estar en celos, dándoselo a lamer a los canes. Dentro de Azul algo se pronosticaba, un martirio insospechable, un miedo infundido quizás a través de las inyecciones del veterinario, no conocería un miembro de perro en su vida de perra porque cuando uno de aquellos sabuesos intentaba subírsele para penetrarla sentía un dolor inconmensurable y con el rabo entre las patas emitía un chillido humano, casi gemidos de una virgen. Pero no era tan sólo esta frustración que a Azul le atormentaba sino que culpaba a Gina al tener descendientes. Al verse privada de la presencia de Aparicio no lagrimeó, comprendió que la gente iba y venía y que algunos en ese trayecto se quedaban para tratar de encontrar el camino verdadero de la vida.
4
Aparicio entró a comer a las cuatro pe me a un restaurante con un ramillete de flores azules que sólo comen los Unicornios o los Centauros, y mientras leía a Rimbaud con su fatídico ritmo apocalíptico ingresó a una tienda a comprar marlboros y la vio africana, asiática y europea a la mujer fábula de sueños. Se sentó a una mesa, pidió el plato del día y un jarrón precavidamente lavado y perfumado. El mozo rió de ello; pero como Aparicio era un cliente famosísimo, tuvo que traerle lo requerido; y ella movió sus manos con lentitud, y de reojo quiso verle en la frente a Narciso o el vértigo de las sombras, pero el símbolo trajo a sus retinas la angelical orgía de los concurrentes en el restaurante porque Aparicio maniobró, confabuló en colocar las flores en ritual fantástico, una a una en el recipiente. Miró a todos lado buscando un rostro conocido. No halló alguno y soñó, y soñó con ella y la mujer preguntó si la luz cortándole el torso, el odio o el amor a la apatía, a la vida, o que esa luz por encima de los conceptos había sido colocada por las misteriosas manos de los muertos, o algún espíritu de brujería. Aparicio soñó con la bestia siendo él, con su amante de lejos, se soñó presidiario, tuberculoso, y en el proceso de la respiración faltándole, sin objeto en la vida, se soñó él mismo. Contestó a la mujer eso, y para conocer quién lo había vomitado ella tenía que mirar el espejo y pensar, sentir que era esa luz o el bicho raro de Aparicio porque a medida que los versos malignos encontraban en él la residencia de la sangre, o a las putas baratas de la periferia de la ciudad, mantenía apretado en sus mandíbulas un trozo del guiso. Procuró levantarse e ir al baño masticando, y Aparicio pensó en ella, en sus preguntas raras, tan anormales que casi se ahoga si no fuera por un sorbo de vino tinto, agarró la servilleta de tela con figuras de animales, limpió su boca e inyectó su vista en las flores que había puesto en el florero. Aparicio nunca comía sino era con flores, estaba obsesionado con la poesía de Rimbaud, con su vida, con las deudas que el mismo poseía, la sodomía con Verlaine y esto le suministró con facilidad las lecturas que hacía del ambiente del restaurante, gente que reían con nerviosismo, idas y llegadas, gente que charlaban si la más mínima desconfianza de los mozos, se portaba igual a ellos, se estaba alienando a algo tan de miserias, no se lo podía creer. Puso la servilleta a un lado y cogió una de las flores llevándosela a la nariz, aspiró con fuerza, juzgaba oler el aroma de Gina, pero no, ese olor a luz lo invadió desde la noche que conoció a Marguerite, y eran incomparables, la fragancia corporal de ella lo transportaba a otros estadios relacionados con la espiritualidad mientras que el perfume somático de Gina lo llevaba a experimental con la tierra, de modo que Aparicio sucumbía en el polvo de su propia calamidad, cayendo una y miles de veces en el juego lúdico de los conceptos preestablecidos en las caídas cuando olisqueaba el perfume natural de Gina. Se quedó absorto por un momento al alejar de su nariz del tulipán, se le nublaba la vista, creyó llorar por esos pensamientos irrisorios y se imaginó la presencia del mozo que le preguntaba si deseaba ordenar algo más, dijo que café y así continuaría con sus disertaciones. Se vio en el restaurante o en una de las aceras de la San Luis. Disfrutaba con los amigos cafés y cervezas, parloteaban de publicaciones y publicidad, de los marginados escritores y los filmes de moda y de repente tenía la taza en los labios, saboreando el sabor de fuego negro de la cafeína, haciendo un espacio entre sus neuronas al gusto por las mujeres, del sabor a luz que advertía en sus glándulas gustativas. El sabor a luz de Marguerite le infundía enumeraciones aleatorias en levedad, nunca antes sobrellevaba algo tan incompresible en su conciencia, podía durar horas muertas lamiéndole el cuerpo y por lo general algo le apretaba la garganta sumergiéndolo en esa levedad contrapuesta del sabor a tierra de Gina que se le manifestaba en los dedos, porque sólo podía atraparla con ellos al tocar sus entrepiernas y se lo llevaba a la boca con sensualidad de gnomo. Cogió uno a uno los tulipanes y los puso encima del periódico, los envolvió formando un paquete cilíndrico. La presencia de Aparicio en el restaurante les agradaba a todos los comensales, habían algunos que esperaban su llegada para verlo hacer sus ritos, siempre con las mismas flores de tulipanes, daba a entender que las flores eran artificiales, o nada que ver, las compraba todos los días en la florería de la esquina, y si eran espurios mucho mejor, ahorraría dinero de la miseria de sueldo que ganaba. Se incorporó dejando el dinero de la cuenta y con pasos largos salió a la calle.
Aparicio miraba a la mujer desde un rincón del café fumando un cigarrillo, repetía esta misma acción para desvanecerse en el viento, tratando de hallar el rostro del poeta muerto de sobredosis en un lado del parquímetro de la plaza. Ella lo miró de soslayo, una rápida pesquisa de reconocimiento. Aparicio reconoció el símbolo del desterrado a sufrir el autoexilio de los versos, un ritmo uniforme en consonantes estranguladas por los ojos de esa mujer que preguntaba una y otra maldita vez por el amor. Ya no pensaba y ni siquiera deducía los pormenores arrítmicos de los versos traducidos al español, al inglés, al alemán o árabe. Era mejor —aún viéndola ahí parada con aire de pitonisa o mujer descubriendo su misterio— leerlo en su idioma original para no perder la sintonía del ritmo, su verdadera esencia. Qué va, la poesía, según reflexionaba, trascendía las lenguas, no importaba en qué idioma se escribiera, algo de ella se le metía en el ser y lo trasladaba al periodo de iniciación cuando la misma mujer susurraba en sus oídos la sensibilidad de los sentimientos, la que le sugería con tiernos ojos de avellana escabulléndose por los tejados de la vieja ciudad el sincerismo de la pasión y el sincretismo de la verdad. Aparicio terminó de fumar y se marchó pasando una de las manos por su pelo y prorrumpió en la calle cantando a Rimbaud como si nada, sin importar que la gente lo observara o no, porque desde tiempos remotos ellos se habituaron, era tradición, a las desfachateces de los desquiciados, de los que no tenían la suerte de ser en cierta forma lo que ellos necesitaban ser para realizarse como un artista serio y lleno de fama.
5
Frecuentaba los jardines a la hora exacta de la puesta del sol. Como no poseía otra cosa qué hacer a esa hora la monotonía la llevaba a la tienda, compraba una bolsa de maíz para lanzársela a las miles de palomas. Siempre llevaba gafas de sol, un paño rojo, verde y amarillo anudado a su pelo rasta. Tomaba su cámara y lanzaba fotos por dondequiera, con insistencia, al revoltijo de las aves. Sus planes de arte descansaban allí, entre el ocaso y estos animales. Se agachaba y desde esa posición el flash alborotaba a las necias palomas y luego que veía las fotografías se decía, sí, es el paraíso capturado por el lente de la kodak.
Cuando publicó unas docenas de fotos en una revista de arte y luego vinieron las críticas a favorecerla, pensó en dejar el trabajo de asistencia a los ancianos en el asilo para dedicarse exclusivamente al arte. Sonreía para sí y sus amigos la alentaban diciéndole que su maravilloso trabajo visual valía la pena contemplarlo, en esas fotos veían la transición de lo ontológico a un estado material, es decir, que sus amigos y los críticos de arte vislumbraban lo no visto {la espiritualidad de las cosas} convertido en algo que se podía apreciar con la vista {el acto del presente mismo frisado en un espacio reductible en una fotografía con fines artísticos} el reino de los cielos, al dios mismo, a la historia. Al rato de hacer algunas que otras toma se marchaba. Siempre el mismo trayecto: ir a la estación próxima a la plaza, agarrar el tren de las ocho, bajar del tren y caminar unas doce cuadras hasta llegar al refugio de su amante, hablar de arte, música y de los problemas del ser que suscitaban en las conversaciones, después hacían el amor muy lentamente. Tocó a la puerta del apartamento. Abrió con determinación, sin ver por el visor de la puerta, sonriendo o dando el mejor repertorio de su risa. La esperaba por minutos, antes debería cotejar en sus sesos la planificación que horas y horas se había pasado elaborando imaginariamente. No esperó ni el saludo acostumbrado. Se le echó en brazos suspirando y murmurándole a los oídos de la plenitud que encontró al agarrar algunas fotos en la plaza de siempre, porque las palomas mutaron en cuervos o aves rapaces. Luego que ella se acomodara en un sillón, Aparicio se abalanzó en busca de un oporto para brindar por el hallazgo tutelar de las mutaciones, algo que ellos creían con fe de infantes. Observaban que en cada detalle pretencioso, no visto por humanos, encontraban que eran cosas rotundas. Si veían un gato a ellos se les podía ocurrir que era un dragón chino enredado en un poster de publicidad, por eso Marguerite llamaba siempre Muralla a Azul, o más bien, si viajaban en tranvía todo mutaba en caballos y en guerras de las de Alejandro. Se dijeron que era la oportunidad adecuada de confirmar este hallazgo que los llevarían a regiones desconocidas aun por la ciencia y la filosofía. Luego de beber varias copas se metieron al baño a reírse de sus locuras, a verse los cuerpos desnudos, a conocerse al fin en pormenores, a fotografiar las partes que les interesaba. Hacían esto cada vez que Marguerite venía al apartamento a comentarle alguna sobriedad de flash y vuelos, de gentes anónimas gesticulazando cada movimiento, curiosidades de pandoras para destapar la ridiculez de la monotonía, como un ritual de siglos antepuestos a la razón y al enema. El rito marcaba el compás de los blues que pretendían promover por encima de sus altercados de voces mutantes, venida desde la sala de estar, el ritmo acompasado y dulce. Aparicio comprendía que la música lo dopaba en un todopoderoso y ella suspiraba en susurros ya metida en la bañera, alzando la kodak para que la espuma ni el agua la tocara.
6
Como los fetiches andaban configurándose en su memoria lacerada, estropeada por los embates, el domingo atravesaba cada glóbulo, cada neurona haciéndole cabecear de vez en cuando, casi dormía la pesadez o la apatía en sus anegados ojos de mares subterráneos confluyendo en su rostro como algo intangible. Aquel domingo se le moriría enredado en los pies, lianas o madreselvas, nombre hecho espinas en la profanación de sus mentiras y sus verdades. Lo vería así, nada menos sin importancia, intimando con su torso esos latidos prontuarios desdoblándose, agotándosele en los huesos, aún en un tono grave y singular, único. Una pena demiurga afloraba en sus articulaciones con Marguerite, palabras que dulcificaban los desencuentros de sus reminiscencias, las que contaba sin la menor precisión de un hombre forjado para comunicar las impresiones de la humanidad. Cuánto tiempo llevaría ese domingo en su tumba ya restablecido como descanso de primer día de semana como el último. Ya no merecía la importancia, en Aparicio el domingo era como un fracaso predeterminado por las circunstancias, un desengaño preestablecido por los mitómanos, ocurrencia de fenómenos en una noche de sexo y pudor. El sustantivo se le confundía en las disertaciones, Marguerite a veces lo miraba extrañada, preguntándose si le entraría de súbito algún día la locura, qué haría en ese instante de desajuste emocional, porque a veces hablaba de un domingo como día y en otras de otro Domingo centenario como si fuese una persona de carne y hueso que había muerto en su tierra. Pero le gustaba que comentara acerca del viejo en el periodo de su infancia, de las leyendas, de cómo se manifestaba la belleza por las mañanas de ese Domingo relativo a la ensoñación. Aparicio veía acercarse la sombra que iba agachándose, recogiendo las pequeñas esferas de colores, las que introducía en un frasco de vidrio transparente. Hacía un círculo para meter las burbujas compactas y a una distancia prudente Domingo dibujaría una raya y desde ahí lanzaría los espumarajos macizos. Todas las tardes ellos se establecían frente a la casa o en el patio de la abuela para jugar a las canicas, duraban horas muertas de gozos observando como se rompían en pedazos, colores saltando por dondequiera, ganadores con grandes risas de burla por la ruina del oponente. El Domingo llevaba toda las de perder pese a su adultez, pero la frustración no le duraba mucho, ya regresaba con otro recipiente repleto para recuperar la pérdida anterior, pero Aparicio se negaba a jugar, se reía con seriedad de infante, sólo era un juego y le devolvía las canicas al viejo para no verlo rabiar con los otros muchachos del barrio. En el trayecto se perdía con la sensación de ver la avanzada del automóvil, disfrutaba el domingo como algo impuesto por el orden del universo, encontrarlos a ellos sentados cómodamente en sus sillas, desarmar el lío de ropa sucia, pedir casi a ruego a Gina que le ayudara a introducir en el agua las piezas por tonalidades. La fruición lo armaba en pequeñas rutinas de persona que toleraba las inclemencias de las discusiones con Gina por inducción, y llegaban a él con los abrazos de Marguerite, frecuentaba las docenas de veces que iniciaban con el ser, con lo imperceptible hasta llegar al humano que daba la característica de un ente generador de la inquebrantable fe de creer por algo no visto y ni siquiera presentido por Aparicio. La negación del ente lo maniataba en una especie de espirar, lo llevaba a pensar en la posibilidad de algo, de una energía a millones de años luz que se revelaba con sólo tocar el rostro de Gina, pero esta clase de metafísica lo llevaría a reflexionar en su estado mortal, en los temores, creía que si se acababa su relación con Gina, todo, absolutamente todo acabaría. Aparicio estaba equivocado, nada se le hundiría debajo de los pies sino que volaría hasta encumbrarse a las regiones ignotas de sus presentimientos, enervándose así con el Domingo de su niñez. Quizás han transcurrido décadas de la muerte de Domingo; y recobraba su identidad con las postales que Gina le enviaba o con las adquiría en tiendas, las que encontraba tiradas en las calles, en los baldes de basuras, postales que las personas desechaban pero que a él lo colmaban de una experiencia distinta a esta vida de crueldades colgadas de las puertas de las oficinas y los centros comerciales, de las bibliotecas y las librerías, de los museos y las galerías de artes que frecuentaba los fines de semanas con Marguerite. Aparicio poseía varios álbumes con colecciones de paisajes exóticos, locales y una series de dibujos abstractos que lo invitaban a seguir con sus proyectos de artes mixtas en una sola obra, un collage que lograría instalar en su apartamento con la ayuda de ella. El domingo era día de discusiones acaloradas en torno a las artes. Marguerite lo escuchaba con detenimiento, con mucha atención, para luego refutar sus ideas; él murmuraba con calma de lagarto que le dolían las retinas de nadar por el viento, una hendidura del tiempo escurriéndose por la claridad del chiste. Pero que debería por verdad contrarrestar los malentendidos de los astronautas y los platonismos que existen en la profunda córnea de lo roto, un desconcierto de reír por la perdición, lo que apostaba con serias convicciones de artista, por ese humor colocado donde debía ir para despejar la mente de los contempladores, de los lectores y de los que nada les incumbe esta historia. Ella por su lado le hablaba de su experiencia con la fotografía, del acto mismo inerte en una imagen que desnudaba la miseria de nuestras realidades, de nuestras rastreras posiciones y movimientos al instante tirar la foto, ridiculez captada del tiempo donde la bella fealdad iniciaba a relucir en grotescas risas de mimos posados como palomas en un banco del parque los domingos. Él la miraba de reojo, sintiendo sus manos en sus pechos originarios de vida sin llegar a tocarla, podía desnudarla con sólo cerrar sus ojos, y ver el interior de su carne blanda, hurgar en la inmortal grieta en humedades y sabores de luces saladas, introducirse y ver sus óvulos no fértiles y ser la menstruación, vino derramado por sus entrepiernas y desaparecer en la oscuridad del excusado. Ella a hurtadillas, con la delicadeza de una loba en celo, relamida, con la frivolidad de la putas singonas de la Duarte con París o la desnudez imperturbable de una virgen de una tribu africana, imaginaba seducirle con ansias, destapándole la capa craneal y ver en sus sesos sus pensamientos, y confundirse con ellos en sus neuronas eléctricas para apoderarse de su voluntad y hacerle creer en los milagros, en ese domingo o de aquel que le contaba en las noches después amarse.
7
Cada paso lo llevaba a rendirse ante la posibilidad de advertir en el pelo rasta de Marguerite a Medusa. Esto lo hechizó no en piedra sino en persona de un niño sin saber el por qué le atraía esa sin razón, lo que después lo sumergiría en aguas nubladas. El día que la vio en el restaurante fue por equivocación, Aparicio estaba invitado a un recitar de poesía, iría porque en la invitación figuraba también un artista sicomago muy reconocido, pero como a veces a él las direcciones le aturden, se dijo que entraría al azar en cualquier establecimiento que se aglomeraban personas para evitarse el dolor de existencia en el alma.
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