sábado, 15 de marzo de 2014

El carnicero

Decidiste abandonar el complejo, muy temprano en la mañana, antes de la clausura por varias razones. Sofía había cometido el lamentable hecho de ver al hombre a los ojos, mientras conversabas con los invitados, con una especie de complicidad por debajo de las ropas. En el trayecto de regreso a la ciudad le comentaste las incidencias de los escritores apostados allí porque andaba en otros asuntos: unos leyeron historias parecidas a la macabra resolución de asesinar y comerse sus víctimas; otros, poetas al fin, sin necesidad les cantaron a la niebla y a la luz. Pero en un recitar de aquellos aedas fuiste persuadido por un extraño presentimiento, te mataban los celos. Sofía no se quitaba al tipo de la boca y continuaba con la perorata de los movimientos excepcionales del tipo en su acto de performance. Cuando a una mujer le coge con algo es mejor dejarla porque si intentas detenerla en seco te dará la espalda, se portará, o se volverá, fría y huraña y ni siquiera podrás notificarle sobre su dejadez con sus compromisos de mujer. Sofía comenzó a portarse de esa manera hasta que te diste cuenta de todo. A veces te asustabas con tus cálculos meticulosos, esa pasión que escondías en el subconsciente, esa insensibilidad macabra. Desde tu infancia tuviste pesadillas, perturbaciones de asesinato, de comerte a ti mismo, eso te excitaba, y nunca supiste por qué, quizá viste el horrendo crimen de un animal, porque frente a tu casa quedaba una carnicería, un matadero de bestias donde después tus padres comprarían parte de la carne deshuesada; y aquellos terribles chirridos de muerte necesitabas silenciarlos, nunca pudiste y te convirtieron en lo que siempre has sido, un hombre que todo lo conjetura con meticulosidad y tal vez en el fondo fuiste un frustrado carnicero.     

El hombre, luego te enterarías de su nombre, se hacía llamar Claudio. Llegaron a la casa sumamente cansados, por lo menos tú estabas abrumado y te metiste a la cama sin darte un baño. Sofía quedó en la sala, puso por pretexto que debía hacer los alimentos que llevarían a los respectivos trabajos, ordenar algunos utensilios de cocina y sacudir el polvo de los muebles. Después, dijo, se plantaría bajo la ducha.

Despertaste en sobresalto y no estaba junto a ti. Miraste el reloj despertador y era preocupante, muy extraño, que se hallara en los quehaceres rutinarios del hogar a esas horas. Titubeaste en si te levantabas o no, aún rastros de sueños persistían anegados en tu conciencia; pero lo hiciste, caminaste hasta la sala con movimientos felinos para no hacer ruidos y sorprenderla in fraganti en lo que hacía. La miraste pegada al ordenador, muy entusiasmada, entreviste su rostro risible, mordisqueándose los labios, lo deducías por los ademanes de cabeza y la forma cómo posicionaba las manos y movía los dedos cuando tecleaba. La llamaste y ni volteó el rostro sino que trató de incorporarse del susto que se había llevado. Trataba con diligencia salir de la página web. Detrás de todo eso pudiste notar un nerviosismo casi imperceptible para que no te dieras cuenta en dónde estaba metida, y, cuando contestó, lo que dijo podía leerse entre líneas lo tan nerviosa que estaba.

Ah, eres tú. Sólo revisaba mi e-mail.

Pero no pusiste mucha atención al asunto. Pensaste que aquel asombro resultó tan desprevenido por llegar así, sigilosamente, y tal vez, por los tres días fuera de casa.

Vamos, ven, métete a la cama para que descanses, faltan unas horas para el amanecer y tenemos que trabajar, no te fastidia hacer tantas críticas y artículos, deberías tomar el trabajo con más tranquilidad; acabaste opinando.

Tienes razón, total, mañana continuaré, contestó apagando el aparato.

Comenzaste a sospechar que algo andaba mal en la relación. No le pusiste mucho caso sino, que frecuentabas su oficina con sorpresas y regalos miserables en cada una de las fechas conmemorativas, y, en esos días, te pasaría por la cabeza que ella te engañaba y aquellos celos que sentías con su amigo te pudrían el alma. En ocasiones se te aliviaba la rabia porque según los comentarios ustedes eran una pareja ideal. En las visitas ella daba a entender indiferencia y apatía como que no le importaba lo de ustedes, porque de buenas a primeras se ausentaba los fines de semanas fuera de la ciudad por cuestiones de labor, y tú, tan ingenuo, siempre le creíste —y esa ingenuidad persiste, aún le crees a fe ciega— como un buen payaso de circo que hace reír a los espectadores hasta por un gesto desafortunado.

Cuando telefoneaba a la casa que rentaste en las afueras de la ciudad escuchabas su voz pastosa, con oído clínico, queriendo encontrar evidencias al referirse al nuevo amigo, de las veces que lo visitaba y de lo fantástico que se portaba con ella. Llegaron a salir en varias ocasiones, tanto que se influenciaría en eso del performance, porque cuando se encontraban en los conciertos de jazz o blues del teatro no dejaba de actuar como si estuviera frente a un público que sólo la observaba a ella, dueña del escenario, con los grotescos movimientos que hay que hacer para ser mimo sin pintarse la cara de blanco hueso. Pero como el diablo está siempre atento a cualquier acontecimiento, Sofía y tú volvieron, con algunas diferencias: te había jurado que nada que ver con Claudio y que estarían cada uno en sus casas sin compromiso alguno, como dicen por ahí, amigos con derechos, de modo que sólo era acostarse cuando se les antojara y, satisfechos, se podían marchar sin remordimientos.

Sofía continuó con la amistad de Claudio, se telefoneaban dos o tres veces a la semana hasta que un día le sacaste el sí para juntarse en casa de su amigo. Llegaron como a las nueve a eme y Claudio le salió al encuentro con su amplia sonrisa de teatrero maldito, oscuro. No les dio tiempo ni de desmontarse cuando se les echó encima señalándote a ti en donde debías aparcar el ford rojo. Vivía solo y les acomodó una habitación como si fuera para príncipes. Todo el cuarto se sentía húmedo, el ambiente viciado por un olor a muerte, a deseo, a locura, y pensaste que quizás allí se realizaban actos impuros y descabellados.

Les sirvió el desayuno con sumo cuidado. Hacía irritables modales, presuntuosos, dedicados al placer y a la adoración. A Sofía tales cosas le hacían reír sin parar. Perduraron largas horas sentados como imbéciles mirando el rostro de su anfitrión, oyendo sus historias. Te lamentabas de estar junto a ellos y maldijiste en tus adentros el por qué habías insistido en visitarlo. Era tarde para retractarte, no volvías atrás cuando planeabas algo serio y más como aquello. A las dos te cansaste de escuchar y le pediste a Sofía que fueran a ducharse. Habían acordado salir un rato a algún bar de la zona antigua de la ciudad; pero al quedar solo con Sofía:

Estás loco o qué, dijo ella desde la ducha.

Al menos seremos eso, no. Sacar el poquito de sangre caribe que nos queda a flote, opinaste detrás de la cortina de vidrio oscuro.

No te entiendo. Me estás asustando, dijo con algún fastidio.

No deberías, Sofía. Tú mejor que nadie sabes que pretendo encontrar lo sublime a costa de la poesía, replicaste.

Diablos… crees que con eso serás un Rimbaud o un dios. No, no y no. No seré cómplice de esto, contestó, abriendo la cortina del baño.

Ya veo que tú me crees cualquier tontería. Sólo lo he referido a modo de juego cariño, dijiste echándote a reír.

Guardaste silencio, era lo mejor que podías hacer para no armar una pelea, porque notaste que se estaba incomodando. Después que salió te metiste a la ducha. Sofía te observaba de un modo extraño mientras te mudabas de ropas con la lengua amarrada;  también lo estabas y sólo intercambiaban miraditas con cierto temor. Casi al salir del cuarto le comunicaste que no irías a ninguna parte, pusiste de subterfugio que la espalda se te reventaba de dolor. Notaste dudas en el bello rostro de Sofía, pero accedió.

Claudio encendió su laptop para poner música y mientras degustaban del vino y del placer de los blues y el jazz a él le sobrevino la magnífica idea de fumar unos cigarrillos de marihuana, los invitó y no objetaron. Recordaste entonces tu gran temor, eso que no te deja en paz, las perturbaciones. No importa que ahora pienses con detenimiento reflexivo; no importaba que el amigo de Sofía acumulara en sus modales, en su vocecita de ave serpiente el signo de la homosexualidad, aunque eso te proporcionaba cierta calma.

Fumaron lo suficiente como para perder la noción del tiempo y abandonarse a los más bajos instintos. Claudio se lanzó al piso. Sofía tarareaba una de las canciones en inglés. Te incorporaste del asiento, recordaste que debías ir a la cocina a tomar agua, Claudio quiso ofrecerse, pero como sabrás llegar te las arreglaste para que se quedara sentado donde estaba, rascándose la barba que le cubría el rostro. Bebiste un sorbo de agua y viste un esplendido juego de cuchillos ordenados de menor a mayor en la meseta, agarraste uno de gran tamaño. Te aproximaste a ellos con precaución, igual a un animal en asecho de su presa y dentro de ti fluía la maliciosidad, los celos, lo diabólico, el retorcimiento de un ser lleno de sadismo, sed de sangre y locura por comerte lo que sea, porque es algo habitual después que una persona se droga con marihuana que le entre un hambre atroz. Sofía daba señales de estar medio dormida. Claudio cabeceaba; permaneciste agudamente despierto como si el diablo guiara tu alma. Levantaste el cuchillo con las dos manos y lo dejaste caer con todas las fuerzas en aquel cuello, cosa que no sentirá, sólo alcanzaste escuchar un leve gemido. Se iba a desplomar, lo detuviste antes que el cuerpo llegara por completo al piso. Sofía dormía. Agarraste su pelo enmarañado y lo acomodaste de espaldas contra una mesita del centro de la sala, aún no le brotaba sangre por la herida, sino que le chorreaba un hilillo rojo por una de las comisuras de la boca. Cogiste la empuñadura del arma y cuando pensaste extraerla, te pasó por la mente cercenarle la cabeza. Mientras cortabas, empuñando sus cabellos, apoyaste su cuerpo en el piso para mejor facilidad. La sangre era el Mar rojo rodando por todas partes. Sofía continuaba dormida, profundamente dormida, lo sabías por los ronquidos. Ya cercenada su cabeza, la llevaste a la cocina y la colocaste en el fregadero. Lavaste tus manos. Volviste con Sofía y dispusiste tomarla en tus brazos para llevarla a la habitación, quiso como despertar pero le susurraste que sería preferible que durmiera cómodamente en el lecho y no en un sillón porque podía pescar tortícolis. Preguntó por su amigo y le comentaste que había salido a comprar más vino, la despertarías cuando él regresara. La dejaste allí, y entendiste que seguiría durmiendo hasta el amanecer. No sentiste el menor desasosiego, como si estuvieras habituado a hacer aquello. En la sala la atmósfera se volvía pesada con ese olor particular de la sangre humana que iniciaba a coagularse. El líquido encarnado te facilitó arrastrar el cuerpo hasta la cocina. Pasaste parte de la noche limpiando aquel desastre y desmembrando el cuerpo, cortando y fileteando las carnes y de cuando en vez le tirabas un ojo a Sofía. Cogiste partes de un muslo y los freíste al vapor. El corazón te lo comiste semicrudo. Satisfecho tu apetito, te dedicaste como todo un chef a prepararle un bistec con algunas de las viandas del muslo que no pudiste comer. Tomaste una bandeja, adornaste el manjar con café, un vaso de agua y lonjas de pan integral que hallaste en la despensa. Aún se encontraba dormida y colocaste a un lado de la cama el desayuno, querías alardear. La despertaste a besos y dándole caricias en sus grandes senos almendrados.

Hey, despierta Sofi, te traje el desayuno a la cama para que no te quejes de mí, susurraste abrazándola.

Por qué tienen que despertar a una. Déjame dormir otro rato, quieres, después haremos cositas como a las que a ti te gustan, dijo desperezándose.

No cariño, mira lo que es.

Levantó la cabeza con su pelo hecho un lío y se acomodó para que le instalaras el manjar en las piernas.

No todos los días uno no se halla con cosas como estas y hay que aprovecharlas, le dijiste.

Tomó un sorbo de agua, luego el café, después cortó parte del bistec y preguntó:

Y Claudio, aún no se ha levantado.

Sí, hace rato y salió. Dijo que no tardaría y que estábamos como en nuestra casa.

Echó un trozo en su boca, lo masticaba muy lentamente agarrándole el sabor a la carne. Por dentro te morías de la risa. Tú la mirabas excitado; sí, te excitaba enormemente verla comer, cómo sostenía con sus delgadas y doradas manos los utensilios, cómo movía su quijada y se lamía los carnosos labios untados de grasa.




martes, 19 de noviembre de 2013

Donde acaba el silencio hundido en la ventana


Durante los estrechos lazos de la noche fui el hijo de Dios persiguiendo magdalenas encalladas en ceremonias, en tarots enterrados en las uñas del perro y los motivos frecuentes del suicidio. Me corté las venas millonésimas veces jugando ser inmortal, bebí ansias atadas a la pata de la mesa de la cocina, pude llamarme mientras respondía a los gritos, me ahorqué en flores desprendidas de los tejados y la lluvia, dije que los tantos como yo ni siquiera sabían de dónde diablos viene esta ventana, que solo estábamos aquí por algún milagro torpe de un espermatozoide y un óvulo. Caminaba las calles sujeto a superficies de monstruos que manipulaban las cirugías, clandestinos, lleno de asombros por la capacidad que poseía en regenerarme las veces de los intentos. Me inventaba cada permanencia, era una locura reinventarse ser dios, travieso y ligero en las azoteas de los edificios. Descalzo, sin la menor preocupación, predije ser lagarto, culebra enredada en ventanas, pájaro sin alas agujerando espejos, murciélago y escribí trayectorias en el viento. Anónimo supe que curarme de esta inocencia pervertida terminaría otra vez obsceno, desollado en lagarto traicionando presas. Lagartear las ranuras giraba en torno a encontrar la vigésima quinta ocasión de arrancarme los ojos para no contemplar las maniobras de ventrílocuos asediando. Como fui hijo de Dios quise ovular las respuestas de todos, quise preguntar por vértebras y la injusta necesidad de crecer oscureciendo las verdades humanas. Y me drogué de huesos, de gusanos, de vida y de muerte. Narcotizaba las cosas que tocaba intencional y otras, lleno de la más grosera perversidad de todo niño arrepentido. Aquel día dentro de la espuma del café iba levantado por reptiles, husmeaban mis vísceras, se lanzaban mi sangre a sus rostros para renovar el mito de Sísifo en mi despojos. El lugar de la fiesta era mi cuerpo en todos los cuerpos, en todos los prisioneros que han intentado escapar de este silencio.