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No pretendería aclarar la inintención de hacer las réplicas o controversias de algo tratado de diversos ángulos, o una mera repetición de las descripciones que todos sabemos; pero diré que la verdad es un eco repetitivo a través de las épocas y sobre todo por las personas que han sido tocadas por el extraño ángel como Aparicio.
Pasó noches enteras bajo el astro de plata cuando apenas era un adolescente travieso en busca de aves con su perro blanco y negro, de patas cinqueñas, a la casa tal vez de la misteriosa mujer que le contaba su abuela o de las ratas que se aventuraban hacer sus guaridas a la orilla de los caminos. Pero la conciencia de saber que habiéndola capturado moriría a pocas horas de dolor, anegada en su propio llanto y sin exhalar un quejido ni menos revelar indignación, no dejaría que se cumpla el propósito.
Su origen es tan incomprensible como un arrebato de enloquecimiento, y a ciencia cierta no se sabe de dónde proviene su nombre o su leyenda, incluso, en las cavernas contentivas de rupestres pinturas y grabados en piedras, salvo algunas figuras de pájaros con pies invertidos y de dudosa asociación con el mito, no existe nada en la tradición rupestre de los primeros asentamientos humanos que poblaron la isla de Santo Domingo que nos hable de esta mujer. Pero Aparicio lo cree, se lo murmura su abuela cuando sale a vagabundear por los matorrales.
Una lectura de la “Crónica de Indias” tampoco nos muestra el fantástico ser, aunque, estudiosos del tema han creído encontrar una relación con las “Opias” que describe Fray Pané en el texto acerca del “Origen y antigüedad de los aborígenes”.
Pero su perfil es lo que le da ese toque extraordinario y maravilloso; las costumbres pasadas oralmente pasaban de abuelas a los nietos, sin que el encadenamiento llegue a romperse, es lo que la ha mantenido viva hasta ahora, aunque la fábula no sobreviva a estos tiempos. Y lo triste de la relación de Aparicio adolescente con una mujer de esta naturaleza inició una tarde al venir del monte cargado de ciguas. Algo le silbaba con un insólito tono desde las breñas y por el modo se enteró que era de una muchacha. No hizo caso al silbido que lo embriagaba y fue con la noticia a la abuela que le contaría la historia.
Una tarde de crepúsculo fantasmagórico, ante la mirada indiferente de un sol vestido de un color ocre decidió esperar la noche. Antes de irse a dormir lograría acercarse a aquella muchacha de baja estatura, desnuda, y de una gran belleza resaltada en sus grandes y expresivos ojos que apenas veía entre la maraña de su pelo.
Se abrazaron con la fuerza de muchos pensamientos como en la rara relación de madre e hijo, de infinitos silencios, sin hablar, porque esa muchacha apenas murmuraba yu, yu, yu, yu…, y todo fue de una sola entrega (primera penetración sexo de Aparicio), hasta que, agotados los momentos, no podía desprendérsela, estaba aferrada a él como una sanguijuela. La muchacha no entendía la despedida o necesitaba sentirse preñada, tal vez como un imperativo de su raza casi extinta, de modo que Aparicio tuvo que asesinarla con un cuchillo que llevaba al cinto, y, ya en la oscuridad de la noche, y ante la presencia del nocturno astro y las estrellas, para podérsela desprender del cuerpo.
Ver a una de estas mujeres a los ojos es quedarse prendado de ella, porque al igual que las sirenas homéricas, estas cantaban con sus desnudeces límpidas y sin trastornos, del ofrecimiento de su amor sin lugar en esta tierra y la única distinción de los pies de revés que nos entorpece y en nada estorba a su propietaria cuando anda por los montes y los arroyos.
A lo mejor esto le paso a Angulo Guridi o a un amigo propio, y a muchos como a Aparicio, en diferentes regiones de esta geografía excelsa; es aquí donde sus celos acaban con la muerte, y son tan intolerantes y egoístas que la obra plástica de dos seres amándose y acariciándose, le arranca gritos de desolación, que sólo se apagará en la muerte porque los cánticos y silbidos son peligrosos y sin comparación alguna nos atrape y quizá nos lleve en el soñoliento camino hacia las oscuras cavernas en donde ella podría adentrarnos a un mundo oculto y robar la esperanza de poder ser encontrados nuevamente.
Tomado de la Agencia EFE
(Modificaciones de C. N. y M. A.)
Quizá decidió exiliarse por cuenta propia. Un autoexilio de vez en vez desdoblándose en reuniones de gentes humilladas por las zanganadas de unos cuantos. Alguien le dijo que en aquellas reuniones se planeaba en un santiamén convertir los pesares en océanos, en barcas llenas de personas con un destino incierto. Uno de sus amigos le ayudó a asistir. Eran alrededor de veinte, se les veía en los rostros el pesar, el peso de la corrosión, la hambruna milenaria de la peste y el retrato. Anotaba en sus sesos cada palabra de un viejo, que al parecer era el líder de la excursión. Imprimía cada movimiento del anciano con sus ojos casi adormilados por las voces, los cuchicheos y las risas. Para el viaje había que ponerse varias ropas encima de otras, no llevar nada, sólo agua y un dulce. Y como el tráfico económico había que pagarlo al llegar, Aparicio convenció a su familia para que lo enviaran en aquella travesía de canal oceánico. Pero dudaba cada verbo o sustantivo empleado por los compañeros de viaje y sobre todo del viejo. La mística estaba en la trayectoria y los peces monstruos que habían liquidado a cientos de excursionistas, que sin saber de aguas turbulentas se convertían de inmediato al subirse a las embarcaciones en parcos marineros sin cartas de rutas. Ahora vería por segunda vez la capital, algunas paradas absolviendo pasos de hombres y mujeres, comunicando placer de vistas y la trayectoria hacia el puesto de espera lo haría en varias horas, sin detenerse en ninguna estación a perder el tiempo, salvo cuando llegó, junto a los que decidieron autoexiliarse, a Santo Domingo, se metió a un comedor chino a comer algo. Desde allí tomarían otra guagua con destino al puesto de la embarcación. Aparicio con apenas la mayoría de edad iba silente, contemplando el paisaje costero, los ríos y las ciudades poco organizadas. Los demás compañeros hacían planes para cuando llegaran al otro lado, de trabajos, de mujeres, de economía, de lo bien que la pasarían autoexiliados ilegales. Según el líder de este bastión de zánganos insurrectos, El viejo, que así lo llamaban, ya estaba en el puesto organizando los motores, taponando las filtraciones con brea y coquí, calafateando la insignia de pirata moderno, de filibustero, de delincuente sanguíneo, de bucanero que buscaba arrancarles el cuero a los excursionistas de mar y economía sustentable. Se alojaron en una cafetería bar, allí esperarían el aviso del viejo. Varios de ellos pidieron cervezas, otros cafés y cigarrillos, Aparicio no quiso tomar, fumaba de vez en cuando para eliminar los nervios. Sintió una mala espina que se le incrustaba en los sesos, presentía un mal augurio. Convenció al amigo que lo infiltró en el viaje para recorrer parte de esa ciudad benevolente, piadosa por la estructura de la iglesia, penitente por las oraciones o rezos de los feligreses, del santuario y la imaginería. Se lo dijo, existía una superstición en esa travesía, quería marcharse a su pueblo, dejar ese autoexilio a media, y dedicarse a los estudios dialécticos de la vida normal; pero el tipo que lo acompañaba acabó metiéndole en la cabeza que era muy tarde para retirarse de los planes, que intentarlo valía la pena y si no lo hacía perdería dos veces la oportunidad de progresar en otra tierra, porque en esta, vaya que cosa, nadie avanzaba en nada, sólo empobrecerse aun más. Regresaron sonrientes a la cafetería y los otros no estaban sentados donde ellos los dejaron. Anochecía. Miraron a todos lados y algunos se encontraban, como en parejas de zánganos, hablando peripecias. Y como por inmanencia fueron agrupándose las parejas en una esquina de la calle. Aparicio y el tipo también se acercaron a la reunión imprevista de los viajeros, querían ser mojados por las amargas aguas del mar, unos sugirieron irse a un hotelucho, otros opinaban que El viejo quería engañarlos como a bobos pájaros sin sentido en la vida. Eligieron a dos de los hipotéticos navegantes para ir al puesto, hablar con El viejo y regresar con buenas noticias del viaje yolástico. Yolar no costaba mucho en aquellos días, yolar era cuestión de economía, de subir y atravesar un brazo de mar. Al regreso, según los hipotéticos, El viejo los estaba esperando desde hacía unas horas en el puesto, con todos sus arreglos. Esto incluía a la Marina y a los chivatos. El grupo abordó varios vehículos a renta. No tardaron mucho en arribar al puesto clandestino. No obstante, se desmontaron a quinientos metros de la playa. Aparicio escuchaba la mar en calma, simples aleteos de olas. Un tipo de muy baja estatura los abordó en el camino, llevaba uniforme, y le señaló al grupo un camino estrecho, por donde debían ir al puesto; él sería el guía de la excursión de playa y reconocimiento hasta una distancia prudente de la embarcación. Había otro grupo de zánganos aguardando el aviso de abordo, y el grupo en que iba nuestro zángano poeta se detuvo cerca de ellos, cosa que fue dicha reiterativamente en susurros por el hombrecito de uniforme. En el otro grupo había algunas mujeres, y poco a poco, después que el de uniforme se marchó por los matorrales, el grupo de Aparicio se fue acercando, porque rumoreaban obtener informaciones del otro grupo, a ver como era el asunto de yolar y enfrascarse en la aparente quietud del mar que se podía oír a esa distancia. El viejo no daba la cara, la gente se desesperaba, transcurrían los minutos con sus sudores y a algunos le cogía con estarse meando, otros preferían cagar por ahí. El amigo de Aparicio junto al que presumía ser líder de su grupo convidó ir a cagar detrás de unos cocoteros y uvas de playa. Entonces, como surgido de un infierno indocumentado una turba de marines y varios hombres vestidos de gris, conducido por el hombrecito, los rodearon, estaban presos por la guardia de Mon. Los apuntaban con sus fusiles, con revólveres, diciéndoles que no se movieran sino querían que alguien saliera mal herido. Las mujeres lanzaron un grito ahogado, alguno de los hombres reculaban en cuclillas para escapar del apresamiento. A Aparicio se le estaba saliendo el corazón por la boca, no podía creer que fuera presa de unos malandrines, sólo pensaba en el dinero que llevaba encima, el que tanto esfuerzo le costó a su madre reunir, tanto que partió piedras con las nalgas para obtenerlo. Su amigo y el que se hacía de líder de su grupo al parecer se dieron a la fuga, porque no daban asomos con sus culos cagados. Las tipas continuaban voceando horribles, y de pronto, como ratas huyendo del peligro, los que reculaban en cuclillas se echaron a correr. Uno de los marines disparó su fusil al aire. Aparicio se levantaba para unirse a la carrera, y el disparo lo hizo tomar de nuevo su postura de humillación. Los uniformados voceaban que se colocaran a bocabajo con las manos en las nucas, todos obedecieron y el hombrecito dijo que se iban a repartir la captura, mitad y mitad, unos para los hombres de gris y los otros para los de blanco y que eso les pasaba por culpa del viejo pirata moderno que no le entregó al capitán de los marines el dinero pactado por convenio. Y como el asunto se repartía en equidad con los de gris, al hombrecito no le quedó de otra que alertarlos para que vinieran a cobrar al puesto lo que les tocaba. Aparicio, junto a sus compueblanos y otros, fue a parar al bando de los grises; a los demás, los marines se los llevaron. Nadie sería revisado hasta llegar a la estación castrense, eran órdenes del teniente. Los colocaron al bajar del camión en fila india antes de entrar al cuarto del interrogatorio. Allí, uno por uno iba dando su nombre, pero se los inventaban, nadie traía un documento de identificación personal. Dado el nombre falso, escrito en un cuaderno sucio, los grises iban ubicándolos contra una pared. Uno de los uniformados revisaba de arriba abajo al apresado. Aparicio rezaba a la Virgen, a sus santos para que le encontraran el dinero que llevaba encima, si lo hacían, todo estaría perdido, el esfuerzo de su madre al partir rocas con las nalgas. El de gris le dijo que se vaciara los bolsillos: mentas, un Milky Way, cigarrillos, unos cuantos dólares y unos pesos, el cinturón y los cordones de los zapatos. El oficial preguntó que si había lago más. Aparicio dijo no poseer más nada a pesar de la advertencia que recibió del tipo con un madero repleto de clavos. Hurgó en sus ropas, pero no halló nada anormal en la pesquisa. Cada objeto era anotado por el escribidor en el cuaderno. A uno de los apresados no le gustó el trato que estaba recibiendo y protestó por ser despojado de sus ahorros, de los treinta mil pesos que costaba el maldito viaje nunca hecho. Y uno de los grises le dio una bofetada entre rostro y oído porque no poseía la mínima idea cómo era aquello, no tenía derecho a hablar. Eran simples monigotes sin calidad de emitir ni un quejido. Los grises no perdieron tiempo e introdujeron al grupo a una celda junto a otros apresados. Ese lugar hedía a sangre y a maldad, a mierda y a orina de cerdos, estaba a oscuras, salvo por la luz que se infiltraba por las rejas de la puerta de una lámpara que iluminaba el patio. La celda quizá estaba hecha para albergar a unos veinticinco preventivos, pero como es común en una sociedad tercermundista, vilipendiada por la corrupción, las amnistías y los sobornos, introducían allí alrededor de doscientos. Y siempre cuando se llega nuevo a un sitio como ese, los primeros o los de más tiempos recluidos, cobran según sus necesidades una supuesta contribución para la limpieza de la celda que nunca llega a hacer higienizada. Siempre crean un director o presidente del lugar, su suplente o mano derecha, un secretario, un tesorero y algunos diez o doce guardaespaldas conserjes (encargados de la hipotética limpieza de las porquerías). Cuando el grupo de Aparicio entraba a la celda uno por uno iba siendo examinado por el presidente y su vice, con la frase particular: Los cuartos de la limpieza; el secretario y el tesorero aguardaban cerca para la contabilidad de las recaudaciones, los conserjes se encontraban ubicados en posiciones estratégicas por si se armaba el tumulto, una protesta por los impuestos, un motín de reos y enfermos psicodélicos. Aparicio todavía no había comenzado a rezar, alcanzó prefigurar en su mente: Que la Virgen me salve de esta, cuando tenía encima al vice. Nuestro novel poeta le dijo al tipo que los grises le quitaron todo el dinero que llevaba. Y el vice, muy astuto, no le creyó, sino que siguió metiendo sus manos cleptómanas en los rincones insospechables de las ropas del poeta. Como el presidente vio que esto era anormal en un preventivo, también se lanzó a revisarlo; olía el capitalismo, olía el temor en el aire viciado por los sudores, las voces, las mierdas y las orinas y dijeron a viva voz: Aquí están los cuartos. El poeta pese a su intento de rezar un Padrenuestro se dio cuenta que se toparían con su capital, y empujó con toda sus fuerzas a los tipos, no permitiría que le sustrajeran lo que a su pobre madre le costo un lado de las nalgas al majar piedra con ellas. Ya no le importaba el viaje, ni morir siquiera, sino defender como un animal rabioso el patrimonio de la familia. Entonces los conserjes le cayeron encima junto al dirigente de la organización, el vice, el secretario y el tesorero. Todos se garrapateaban en la frágil fisonomía del poeta. Patadas y puñetazos salían huyendo a encontrar rostros, volaban y emergían de la semioscuridad apuñalando el aire, haciendo convenios de moretones y ahorcamientos indefinidos. Gritos pendejos de los compueblanos que ni movieron un dedo para ayudar a Aparicio en un pleito desigual. De entre los conserjes experimentados había uno que sobrepasaba en tamaño a los otros, y Aparicio, en un lapso infranqueable de tiempo, pensó echarle mano a ese, porque como era de grande así mismo pegaría sus trompadas. Logró aferrarse al cuello del grandulón y someterlo a que se inclinara, mientras que con el otro brazo libre, le arremetió sendas trompadas por las costillas y el estomago, cayó redondo como una pelota. Al darle los puñetazos al conserje, sentía que le daban por el espinazo, eran sólo piquetes y hacía caso omiso a esos golpes, y cuando soltó al hombrón, se sentía un poeta realizado al derribarlo, y un descuido, pelea heterogénea, ni vio venir el zapatazo de uno de los conserjes que se le estrelló en plena nariz. Los grises ya habían sido alertados por el alboroto de los reclusos y uno de ellos comenzó a tirarles agua para tranquilizarlos. Aparicio notó que algo calenturiento descendía por su nariz, palpó y vio que era sangre; dio un alarido de perro apaleado, a moco extendido fue apartando a los dueños de la celda que estaban tranquilizados en sus rincones por los chorros de agua hasta llegar a la puerta de rejas. Aún moqueando le pidió al tipo de gris que le echara un poco de agua para lavarse la nariz, inclinar un poco la cabeza sin dejar de estar en alerta por si decidían acalorarse de nuevo. La hemorragia fue cediendo, sentía rabia por ver que sus compueblanos nada que ver con el asunto. Los humores se calmaron, cada quien fue encontrando su rincón para dormir. A Aparicio le tocó junto al cagadero, que hedía a coño y pudrición de mierdas gusaneadas. Esa noche la pasaría en vela, al tanto de los movimientos del presidente y el vice, y de los tantos que fueron apresados en redadas. El grupo en el que se hallaba Aparicio pasaría casi una semana en reclusión. Se estaban asiendo los trámites de lugar con una abogaducha que se aprovechaba de los dolores de cabeza de los psicóticos. Varios del grupo sabían que el poeta guardaba con celos de bestia su capitalismo. Uno de ellos había ocultado en la plantilla de uno de los zapatos unos dólares. El vice y el presidente se enteraron de la suma e hicieron un pacto para que sus conserjes les dieran protección y lugares adecuados para dormir si acaso. Al tercer día le dieron a Aparicio un artefacto de metal, luego se enteraría que con ese objeto trataron de apuñalarlo por la espalda, si no fuese por la cantidad de ropa que llevaba puesta, tal vez no la estaría contando. En la tarde el presidente de la celda y su suplente fueron sacados por el gris de turno y alojados en otra cerda que estaba destinada a los ricos y a los maricones. Se rumoreaba que los tipos se estaban dopando a costa de los cien dólares, cosa que enfureció al grupo, porque según, ellos hablarían con la tipa del papeleo, no querían ser fichados ni llevados al Departamento de Falsificación al Palacio de Santo Domingo. El de los dólares consiguió conversar con un gris por unos pesos y lo llevó a la oficina del general. Cuando el de los dólares regresó a la celda les trajo noticias al grupo, si las cosas marchaban bien iban a salir al otro día. Unos grises sacaron al vice y al presidente de la cerda de lujo, esposados y los guindaron tal cual dos cerdos de un cocotero semiinclinado, como si fuese obligado a tomar esa posición para castigos, que se encontraba en el patio. Aquel castigo, aunque se lo merecían, era tenebroso, los tipos gritaban como si el infierno se les metía por las retinas, por los codos, los tobillos y las rodillas, habían tenazas que le hacían abrir las bocas para halarles las lenguas, tubos con los cuales arremetían con golpes certeros en las coyunturas de los huesos, las costillas y las nalgas, los grises los amenazaban con el madero de los clavos, y aullaban como perros, gritos, llamamientos de ay mi madre, hasta que al fin el vice y presidente se desmayaron por la tortura. La paliza que le habían propinado a los tipos fue por el robo de los dolores, por el uso no autorizado del consumo de estupefacientes por el general; el de los dólares le fue con el chisme cuando subió a su despacho. En la mañana del quinto día, después de cantar lista, el gris de turno a la celda, junto a otros dos grises, optaron por requisar la celda y a los preventivos; los torturados dieron la alarma de que allí había gentes con armas. Sorpresa para Aparicio, no le dio tiempo de soltar la daga de punta doble en su rincón y la metió en un compartimiento secreto de su chaqueta. Colocados uno detrás de otro en el patio arenoso, los grises hicieron que se acuclillaran. Nuestro poeta novel no perdió la oportunidad, cuando iban requisando a los reclusos a la entrada de la celda, de sacarse el objeto, ponerlo con cuidado, sin dar motivos, en el suelo y lo cubrió de arena para sentirse liberado. En la tarde Aparicio sacó de su capital la cantidad requerida por el grupo para salir de allí sin ficha, el de los dólares pondría la otra parte. La abogaducha hizo el papeleo y al atardecer fueron liberados como gente normal. Un policía los condujo por la parte de atrás del destacamento y no vuelvan los rostros, fue la sentencia que hizo una y otra vez hasta que el grupo desapareció a una esquina, por la calle que los llevaría a la estación de las guaguas.
El intento de viajar a una tierra desconocida lo hizo reflexionar. Nunca intentaría salir de la isla. Cuando llegó a la casa nadie lo esperaba, era como si todo el mundo se había desaparecido. Se quitó las ropas como pudo. Sentía que algo estaba pegado a su espalda, sentía picazón, un breve dolor. Buscó un espejo y pudo mirar su espinazo de fauno, con heridas leves, no había por qué alarmarse. No era la primera vez que caía preso por descuido o por omisión de cargos. Estaría acusado por muerte. Contaba con sólo doce años. Escuchaba decir a los del pueblo que algo endemoniado rondaba por las noches en los patios de las casas. Uno que otro personaje había visto el fenómeno, pero los muchachos del barrio decían que la bestia, aunque venida del mismo infierno, era una divinidad, siempre reía y daba saltitos como conejo, que a pesar de comerse los brotes de las flores de las jardinerías de las casas, las cuidaba, les orinaba encima y las flores fluían hermosas y que protegía con berridos o balidos de infantes recién torturados a los rebaños de los del pueblo. El padre del poeta niño criaba animales de distintas especies: gallinas, puercos y chivos. Una vez, partes de las aves fueron sacrificadas por la noche, era día de San Juan, y nadie en la casa sintió el alboroto. Los del pueblo siguieron comentando el fenómeno, montarían guardia para atraparlo. El poeta infante, con sus dudas, pensaba que la divinidad, según los otros niños, no podía ser el autor de esos crímenes. Junto a su padre montó guarda por noches, y nada acontecía. Todo estaba en calma. Nadie se acuerda cuántos días, meses o años transcurrieron; pero pasó lo que debía pasar: Las cabras hembras del padre de nuestro poeta niño, parieron cabritos gemelos. No transcurrió una noche para que los cabritos desaparecieran. La junta de vecinos hizo comisión, y decidieron peinar las cercanías del pueblo en busca de los cabritos porque afirmaban que había sido la bestia, ese fenómeno que se los había llevado al diablo. La turba inició la búsqueda cerca del río. Atardecía sin dar con el objetivo previsto. A la distancia alguien voceaba, eran gritos casi imperceptibles de uno de los rastreadores, había encontrado rastros del desuello, pelos grises, negros, blancos, moteados, coágulos. Todos se dirigieron al lugar. Entre ellos iba el niño poeta junto a su padre. Cuando llegaron los ojos del poeta infante se les llenaron de terrorismos, de sangre, de supersticiones, y se escondió detrás de su padre. El líder de la comitiva esparció los restos del desuelle o sacrificio en la tierra, especulaba qué dirección tomar; la oscuridad casi no les dejaban observar los restos y a una voz comulgaron en encender antorchas de cuaba para continuar la búsqueda, presentían que estaban cerca para darle alcance a la bestia. Al encender las teas, el poeta miró hacia los árboles y pudo entrever varios bultitos que se suspendían, tiró un grito de pato ahogado señalando las sombras suspendidas en los árboles. Alguien de la comisión fue elegido para trepar a las alturas y bajar los cueros de los cabritos que habían sido sacrificados. Era hora de cuidar sus pertenencias, duraron hasta las once de la noche persiguiendo el animal, pero la búsqueda fue en vano, perdieron el rastro. El poeta y su padre informaron a la familia del hecho, de lo espeluznante del descuero de los chivos bebés. Y el ruido lo despertó, eran cadenas que iban siendo arrastradas por alguien, cloqueos de aves de corar, berreos de los chivos y sus cabronadas al saltar por algún susto que los espantaba, gruñidos y agitación en la pocilga. El poeta adormilado se levantó, cogió su tirapiedras y fue a brechar por las rendijas que daban al chiquero, a la pocilga y a la jaula de las gallinas. Cuando observó, no lo creía, se dijo que por lo adormilado que estaba veía cosas raras, pero que los muchachos del barrio no estaban equivocados. El fenómeno bestia respiraba en resuellos, en agitación. Quiso ver el poeta a un burro o a un caballo encabritarse, a un perro aullando, ladrando con el hocico repleto de espumas, a un gato negro que saltaba sobre las rejas de la jaula de las gallinas, a un chivo que fue poco a poco tornándose mitad hombre, de pelo cobrizo, un macho cabrío que miraba en dirección a la rendija que el poeta niño se hallaba con el corazón palpitándole desquiciado. La oscuridad no dejaba ver bien el rostro de la bestia, sólo era una silueta que se movía en saltos, con cuernos inclinados hacia atrás, orejas de chivo, aún llevaba su mitad de cuerpo humano cuando el poeta infante, con coraje y determinación decidió salir a enfrentar el fenómeno. Cogía en sus brazos a un chivo que ya estaba calmado por algún remedio mágico, y el niño a hurtadillas, con pasos sutiles, emergió a la espalda del animal y le lanzó una piedra con su onda. El fenómeno dio vuelta, le sonrió al poeta con malicia y complacencia, pero dentro de sus grandes ojos llameados existía el enfurecimiento de una divinidad perturbada por una simple pedrada de un poeta niño. Dejó caer al chivo donde lo había levantado y quedó con la misma postura que duermen los animales echados sin que haya pasado nada. La bestia le venía encima al poeta, con manos extendidas, de sus codos le salían pelos largos, de la cintura para abajo era una cabra, y ya no dada saltitos de conejo o de rana, sino que andaba torpemente en zancadas breves. El niño con nervios de cobardía, y sin saber cómo, puso una roca de este tamaño en el cuero del tirapiedras, lo tensó con todas las fuerzas sacadas de las plantas de los pies y disparó el proyectil que se incrustó en un ojo del fenómeno. La bestia se tambaleaba, como que caía o no caía, pero al fin se desplomó. El poeta corrió dentro de la casa, despertó a su familia, todos salieron a ver a la bestia que había devorado los cabritos recién nacidos. Cuando el padre iluminó el bulto en el suelo vio a un hombre y no un Chupacabras ni algo paranormal; el poeta niño comentaba a los otros de la familia que era parecido a un chivo, que le creyeran porque él lo vio con sus propias retinas por las hendiduras de la casa que dan al patio. El viento de la madrugada traía temor, el padre rodeó el cuerpo del hombre y le alumbró el rostro. El muerto, con su piedra incrustada en uno de los ojos era el presidente de la comisión que aquella tarde había salido junto a los otros en busca de los cabritos sacrificados. El infante poeta llegó a parar a la cárcel. No tardó mucho en salir, había asesinado a un ladrón o a un posible galipote.
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