Mito o alternativas
1
Las aguas se detenían en las olas, en la conversión de los vigilantes en imágenes rastreras y sin sentido. Tal vez los sueños concluyen al inicio de su pirotecnia que danza con los peces y las trampas lanzadas a ver si se atrapa al azar una trucha o una tilapia variopinta. Los cielos parecen extinguirse por miradas inocentes, partición de tecnología atravesada en los huesos que estallan como una bomba megatómica, asunto de irnos a ver las ninfas de los bosques que en un parpadeo detienen las catástrofes. Padecen en las fuentes a Narciso y a su otro idéntico, miran como los peces de los estanques poseen voluntad humana y cogen a las libélulas, se las tragan y vomitan otros peces más perfeccionados, crecen y son mitad hombres que duermen en el fondo de los riachuelos y nos alimentan de misterios y sonoridades indecibles. Cada chapoteo relumbra al poner un barquito de papel en la fuente de un parque o en la canaleta de algún barrio marginado de la ciudad; son los niños que mutan en tritones y asumen responsabilidades de adultos con los desenfrenos y la lujuria de imaginar la obra de sus manos adiestradas por la rutina. Escriben colas y escamas, babas que emanan de sus cuerpos anfibios para introducirse en las espumas que ascienden a los espejos. Los peces nos traen dichas, pero estos son tan diferentes que pueden hablar contigo de aventuras y de capturas de niñas aún sin sus primeras menstruaciones. Como ellos, los tritones, lamen sus bajos vientres y de un mordisco le abren las vulvas, sorben sus clítoris que poco a poco van comiendo hasta dejarlas sin sexos e inhalan sus entrañas para renacer en otros peces aún con perfeccionamientos en primeras, porque su fe está en ser hombres comunes y hacer todo lo que un ser humano hace con su desgraciada vida.
2
A finales de noviembre las mujeres ordenaron cocer patas de corderos, lagartos, gallinas negras, polvo de rata diluido en aromas de tomillo y perejil, alas de aves mamarias, pelos de gato angora, huesos de sapos, víveres a ración de una gran paila que adornaba el centro de la congregación anual de jefas de comarcas. Pero a razón, esta junta de mujeres muy bien vestidas, determinaron realizarla unos meses antes, porque la junta estaba fija para el solsticio de verano, por el nacimiento del niño poeta. Las delegaciones del norte y el sur obviaron las demás representantes. Se venía gestando un golpe contra ellas, no lo permitirían a pesar de las distintas conversaciones que habían sostenidos con la presidenta de la congregación, sin las delegaciones del oeste y el este, las mujeres probaron la poción que hervía en la gran paila, una mística preservada y protegida por risitas entre dientes, por cuchicheos y rumores de hechizos, porque en el círculo se debatía si iban a arrebatarle la vida al recién nacido o no procedía a lugar la sentencia de las que lo acusaban, porque el recién nacido poeta sería el ser que acabaría con las congregaciones anuales. Esta emergencia vino a retroceder el tiempo, a acumular deseos de chupar y mamar desde los techos de las casas con sus sondas intangibles la frescas orinas de los niños, sorber sesos, plaquetas y glóbulos hasta dejar secos como arenques a los inocentes que siempre gritan al soñar con estas mujeres muy bien vestidas. Las mamadoras siempre son ligadas a las familias de las víctimas, y la que cometería el crimen sería una amiga de la madre del recién nacido poeta. Ya existía la planificación hecha por la presidenta: la tipa que se encargaría de ejecutar la acción sacaría al niño por una brecha de la casa convirtiéndolo en mosca vampira o caníbal, y si fuese posible le caería a escobazo a aquel que intentara detener el rapto. Lo llevaría en vuelo ininterrumpido hacia el desierto de las dunas, desde allí lo trasladaría, después de volverlo a la normalidad, a donde estaban todas reunidas. Como no hubo objeciones a la idea de rapto, el pleno aprobó. La mujer montó su aparato mágico y trascendió a los cielos con rumbo al centro norte de la comarca. En menos de una hora la señora llegó con el confinado a ser ejecutado y desmembrado en la gran paila que hervía constante y sonante en medio de la congregación. El golpe estaba dado, ahora sólo era cosa de mantener el triunfo reaccionario frente a las otras congregaciones justificando el hecho por vía diplomática, de soberanía estipulada y monopolizada por la presidenta interina de la sociedad, y este golpe contra la poesía —arrebatándole la nata de la poesía a los poetas que nacerían aquel año— vendría a consolidar el poder vitalicio de la permanencia. Porque todas estas mujeres muy bien vestidas sabían lo que hacían, no dejarían que un mocoso las despojaran de la mitificación de sus imágenes contra un mundo decadente y sin orden, un caos, y pese a este determinismo las mujeres, que poseían esposos, amantes, concubinos, efebos de paso, entre otras terminologías menos ponderantes pero de igual magnitudes, sabían lo que hacían, daban sus mamadas por horas hasta el desfallecimiento de la cosa eréctil. A veces las mamadas iban mutando en chupadas de cosas cilíndricas, chupadas mamadas venidas de un inframundo violento, casi chupar de mamadas alternativas si se les cansaban las bocas al mamar, porque cogían sus calabazas doblegadas por los chupones de sus hombres, ponían la cosa yerta y sólo había que mover el culo para el funcionamiento adecuado de la masturbación. Si esto no daba resultado para mantener el orden monopolio de sus avenencias, entonces, entre risitas, las mujeres perpetraban en los oídos de los machos para que —sólo algunas lo aceptaban— les mamaran el culo, así, con granitos aún de los mojones, porque ningunas se limpiaban bien. De esta forma se apoyaron bilaterales para mamar del cuerpo del nacido recién poeta hasta dejarlo desinflado, seco, en los huesos y lanzaron el cuerpecito en la gran paila hirviente y sonante en borbotones para completar la pócima y quedarse con el poder de la inmortalidad.
3
Como el poeta fue disuelto en pócima de cocineras mal congregadas por el orden mundialista de las definiciones y los conceptos dilapidados, cada partícula de su esencia mutó en fragmentos de hongos venenosos, en líquenes y musgos, en algas, en bacterias y gusanos, en virus y contagios por enganches, en entidades maliciosas que deseaban posarse en cada humano. Se diría que después que las mujeres cagaron en sus respetivos sanitarios ocurrieron tales mutaciones. La epidemia poética entonces se esparció por los rincones menos insospechables, incorporándose en cada inseminación: en óvulos, en espermatozoides, en oleadas de sexos, porque singar era cuestión de tiempo, perpetuidad de la especie poética, pese a la diferencia de fechas que nacerían los poetas en el transcurso de los siglos. Por lo menos siempre nacerían. Pero hubo un tiempo en que las y los poetas nacían cabizbajos, mutilados y mutiladas, tuertos unos y cojas otras, con tranques en las lenguas pastosas y amargas, con las vistas atravesadas, con síntomas de enanismos, pero nacían. De este montón de nacimientos congénitos y patológicos existieron poetas que alumbraban íntegros, o sea, no presentaban jorobas ni otras protuberancias llamadas a hacer prostituidas por el sistema. Había que ver a estos y estas poetas, estaban colmados de miserias por todos lados, sólo que la esencia poética, la verdadera sustancia de la poesía había mutado en otro ser —distinto a la escafandra que mostraban los mendigos y las mendigas de los enganches— que permanecía inmutable en su pureza y su inocencia, era como un Luá benevolente (porque hay de estos seres que son malignos), un ser de luz imposible de contemplar. Así, esta luz escrita en la frente de los poetas, en sus huevos, en la sangre de las poetas, en sus retinas adormiladas por la hipersensibilidad, en los artistas, porque todos los verdaderos artistas por naturaleza son poetas sin sus categorías inventadas por los del cúmulo que no saben donde diablos tienen tatuada la inscripción de la luz. Y esos enganches sin cojones siempre han traído problemas a la sociedad de los poetas muertos y vivos, no importa, desprestigiando el sacerdocio secular de la palabra, de los ritos y altares, profanando holísticamente lo heráldico. Por eso existen poetas de todas las índoles, y ser poeta es un bien mal, es un mal bien que conviene a la semiología de la estadística, en superposiciones ajenas a la auténtica sin razón de la poesía.
4
La junta venía de siglos, con sus habladurías perpetuadas y dichas de boca en boca. Así el canto sirenaico pudo sobrevivir gracias a la astucia de Homero en su Odisea. Pero la relación de relatividad que guarda con el poeta es de criminalidad, porque al poeta se le taponaron los oídos y no escuchaba los quejidos que una vez intentó perpetrar en la entrepierna aún infantil de una culebra de hondos ladridos de perra. Olía el poeta arenisca resolución de partirle el coño azul de sirena, sin los baches y lagunas, sin poder nadar en las aguas. El viento era fe de agua. Ahí sonreía la culebra cuando culebreaba encima del poeta. Era una violación tartamudeada en el canto silencioso de las sirenas muertas de gozos. Quedaron remanentes de ser suya. Notas musicales escrita a sol y noche, con sus lengüetazos infringidos por los navegantes que iban con rumbo a conquistar el progreso. La culebra enredaba su elástico cuerpo al cuello del poeta y le recordaba pene y puchero listo para recuperar los masculleos y los silbidos de eses prolongadas por la estrechez. Silbidos de presión, de gorjeos lastimeros, tal vez cantos misteriosos y repletos de arenas, de silencios y complicidades. Sin embargo, la sirena en su lecho de sábanas estaba quietecita, dejándose ser, dejándose armar el primer sentimiento de dolor, el primer acongojamiento de partera y drogadicta. Todas las sirenas que se creen culebras son drogadictas por esencia. El poeta sentía que el océano se le metía por los oídos a pesar de los tampones de resinas y sus propias costras de sicopatología; pensó en latidos, en el silencioso quejido, en el lagrimar monstruos a ras de manoseos y turbulencias. La canción no pararía ahí, sino que se agrandaría como un mito por toda la región, porque las sirenas humilladas dieron la voz y todos los poetas hicieron cofradías para enfrentar el mal que se avecinaba. Cuando una de estas sirenas sonaba había que agacharse —el ruido ensordecedor rompía tímpanos— debajo de las camas, de las aguas y del cieno. Opción que todo buen poeta tomaba como ley. Las cofradías se toparon con gritos de sirenas por el océano de las calles, señalaron al insurrecto poeta de lagarteos y dantismos; entonces se apostaron a la entrada de la cuidad, sabían que en la conmemoración del día del poeta se aparecería, había sido invitado al Internacional Canto Homérico, junta que, de poetas ni hablar, sólo era para vitalicios en donde se planteaban los diversos disparates de resoluciones y congresos. Llegaba el poeta montado en un unicornio, volando. Sus congéneres, que aguardaban horas, sosteniendo en sus manos masas, tridentes, morteros, machetes, entre otros artefactos, lo detuvieron y como a una zorra lo encerraron en una jaula. La turba de poetas lo llevó al gran tribunal de los poetas, que hacía acopio de las acusaciones realizadas por las sirenas que se creían culebras. Ya en medio de la tribuna, los jueces poetas iniciaron el proceso para condenarlo al exilio. El aëda se defendía a regañadientes, justificaba el hecho de sacarles las lenguas a esas gárgolas sirenaicas, porque con sus cantos podría cantar fantasías, leyendas de brujas y hombres mutantes. Pero el jurado deliberó en contra y el poeta sin miramientos fue condenado, y no al exilio como se rumoreaba, sino lo condenaban a quedar sin voz, sin patrimonio, sin derecho a amar.
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