miércoles, 30 de junio de 2010

Poetas de las miserias (entrega #11)

Variaciones: Lecturas para versos

1

Nunca sostuve el triunfo, había perdido con dichoso placer un grito en los ojos pasmados de Marguerite, locos por vaciarse. Soñaba abandonar el todo e ir a beber en una fuente las delgadas venidas y venirme en el extraño coger un deseo fortuito y gigantesco. Las palabras me llevaban a morir de cáncer prostatario al lecho de Gina deseada por miles y miles de contratiempos. Sin embargo, cubro mi desnudez de golondrinas. Gozo a estatura de dios lamiéndome cada agujero de mi boca que se abre incierta, eso es abandonar la lengua cuando me halo fuerte tragando mis salivas prenatales y me digo en párpados tirando a través de las huidas mis retrocesos. No resisto las ganas de comerme en un escándalo o en un dibujo elaborado con lubricantes por Mefistófeles. Sorbo a lametazos y musito entonces experimentos, un deseo completamente reinventado por la introducción tibia de maderas que silenciaban a Gina, que frenética hacía un trazo y los jadeos revolucionaban tirando de su pelo de vez en cuando porque aprisionaba la cabeza de Atila incorporándoseme y me dejaba caer fuera de sí en los gemidos continuos. Propugnaba amar y confrontar el desasosiego con los placeres con que dios siempre ha soñado. Me detenía de golpe y con mirada acusadora ella susurraba que el sudor eran gruesas gotas morenas y veo en el cuerpo de ella a Juana de Arcos desenvainar su espada, a Apolo abriéndose paso en el fuego terrible hasta no poder aguantar hasta morir incinerados.


2

En un grito bárbaro, salvaje, le he dicho a este ser meticuloso, y sobre todo de su extraña procedencia, cómo se atreve articular tan sólo una vocal. ¿Cuál es su intención? Me he visto fluir del miasma, sin embargo, dentro de su boca calcárea vengo y la excrementosa humanidad me ha vaticinado. El diablo o su Fe no me han poseído, con la suerte de entrever un poco más adelante. Pobre consigna. Me he dado a la libertad de nombrar… epítetos, viejos duendes que se arrastran a morder la nieve de las flores que no han brotado. Cómo se atreve a escribir en los muros los senos de las vírgenes despilfarradas. Es la perra soledad el Terror que poco sabe de mis tormentos y delirios. Qué sabe de lo profundo de mi pecho. Cuando habla de enanismo ahí llegaba el hombre en carteles que emigraba deseoso a ver las sirenas azules de la Atlántida, pero a dónde se dirigen en este delirio animal que se avecina en corolas porque yo era en mi infancia un poeta que venía de las arenas. Hoy concurro sin destinatario padeciendo papiloma en la sangre verde de las prostitutas, soy esa enfermedad del canto onírico que se desprende lento y acontece en el milagro proyectado en la insombra.


3

Tocaba las fechas invocadas en las pizarras blancas, como un grito en el ahogo de lágrimas duras o columnas de océanos germinadas en mis ojos y los sótanos arañaban mi bilis, deseaban arrancarme el páncreas apretado en sus dedos de viento. Llegamos a mermar el abismo bebiéndonos el verde de esta ciudad delirante, orquestada en furias, surtidora de espantapájaros. Lloremos las calles y los vitrales cómplices de historias a medias como Aëdas de la simulación. Esperaba la lluvia clandestina, la lluvia retrete o terrestre, esperaba la risa, fechas imborrables y sombrío quise reencontrarme en cada rostro en las olas, en la avalancha de sus dedos espumosos. Olas con hache o sin hache, mudez temeraria, sincrónica y acrónica, ola que nos estrujaba y hacía que florecieran las algas. Hola de semen y óvulos que se batían libres. Disfrutábamos de las burbujas en nuestras carnes. Olas y más olas buscando orillas rutilantes, frenéticas, eran manos de agua reciente en palabras, aposento ola, menstruación y betún removido bajo las vestimentas. Olas fetos, hola de muerte que se condensaba dulce en lo único que nos quedaba, golpesbajo en el paraíso claroscuro y el hades andaba en agua seca porque llovía un sol vivo en nuestra desesperación, pero entonces andaba agua muy lenta en el oasis de ella de ahí debajo pariendo dátiles. Toda mancha negra es una esperanza bebida en estas etéreas retinas. Como andaba el agua infernal y salvaje en los entonces de la noche, pensé en las guerras de la humanidad, tan inocentes y ridículas, tan objetivas y sin sentido. ¿Qué será el día pétreo y tildado de gerundios, de paradigmas ambiguos y otros altares menos accesibles? Porque andar de agua sostenida en esta pesadilla es del amante melancólico que triunfa al someter los insomnios a la preocupación de la locura. Llovía párpados, era prescindible asesinar la h lesbiana que injuriaba la mentira ante mi pecho. Se había roto la tierra, el germen en la sonrisa del cieno, dudaba esta convicción maldita, enferma dulce y tan preocupada en marchitar las ruinas de la expectación, que eran navajas infinitas hiriéndome a ruidos y sus cuchilladas también torturaban mi epidermis, la vértebra de mi viejo y sucio corazón húmedo en crisálidas a plena oscuridad del día. Cuando esta guerra concluya habrá gente intrigadas igual a mí, por eso llueve en esta ciudad bocarriba, llueve polvo delgadísimo, llueve pero llueve un olor a gotas y la gente con perversidad llevan a cuesta la alegría. Era junio bocabajo con el espeso color de la muerte y de música. Me derretía a contracorrientes, en lluvia de aves en miniaturas, eran perversos parásitos en la exconvicta especie compleja, una sensación de trípode. Ya poco se perturbaba mi dolor, estaba inerte en el esfuerzo de una caricia demonio que invocaba el nada llueve. Entonces navegaba terrestre en la ausencia del enfrentamiento de las neuronas entre el relámpago de la dicha y la sabia herida del desprecio. Como no reconozco ni el bien ni el mal soy un pez volando en los cielos y acurrucado subo de una trinchera para extirparme las branquias, un exprimir ascendente del sol en el semen y el cementerio. Me oscurecía arrugado en un brillo empalagoso, sufriendo en las inexpertas manos de las muchachas neófitas de los prostíbulos, y en una boca burbujeante, pastosa y agria, que se metía dentro de esa misma boca, la leche de mis falsos huesos que gozneaban como murmullo en un viento noctámbulo, eran masculleos de eses y zetas al escalar vivos el aposento en la inteligente herida del desprecio.


4

Siento un resfriado enorme. Estornudo el frío del metal en una selva extendida a lo lejos que no dura apenas. El temor lo concibo en el trueno de las máquinas y pedazo a pedazo disfruto esta mañana flemática, negra y blanca. Había una joven domesticada y malagradecida que tiritaba de sexo gratuito. Si razono los analgésicos perderán la efectividad propuesta en la literatura pálida del reverso como si un espejo roto mostrara sus dientes. Roncaba de tuberculosis en el paleolítico y padecía fiebre de nieve que trajeron los astronautas en la tinaja de mi bisabuela una tarde. Todos iban vestido de levedad como para un circo de negro y blanco, con toses monótonas en las hendiduras nicotómanas de mi músculo que trasciende escurrido y sordo, va a desangrarse en mis dedos que no son míos, porque nacen y vegetan insondables, retumban en locura suave y mis ojos acrónicos miraban el zumbar de las escenas teatrales, el subir de los cristales por una escalera de incendio. Escucho aquel descaecer en quiebres aéreos, que se amaban en los dedos de Gina, tan vulnerables y ateridos. Mi corazón aun anda hacia dentro hacia fuera, como tormentas y huracanes ascendiendo de manera vertical. Yo era aquel entrañable licor derretido en su boca para embriagar la luz de la sangre batida en arenarias guerras. La isla de Santo Domingo transcurre y viene toda llena de vida por las suposiciones invasoras que buscan encontrar los intestinos de la noche animal por donde los espejos miraban nuestras anfibias existencias. Porque el viento era un hueco que daba en mi rostro, un soplo como un canto de oxidación en el salitre y la yaga del yodo sabe a aquellos hombres de tinieblas destrozándose. El viento andaba el viento, un huracán hondo ondulado en mí y que violaba centímetro a centímetro todos los glóbulos coagulados en mi espíritu de poeta. El viento ahora es una voz, es un aspa inmensa, un recorrer matemático, vacío del azar en las venas, una no pasión de ráfagas, un Sísifo sin roca, sinfonía de islas y toldos en levedad. Es el arquitecto metálico ahondándome los ojos de niño aferrado a un viento ola, a un humano viento cambiante que sugiriere intacto e indecible la vida. Nuestras lágrimas eran ángeles de viento sin alas, un quejido de lluvia y de calle. La malignidad irrumpía en secretos de faunos cuando Gina y yo lagarteábamos silente en los atardeceres. Porque aquella voz me salía desde el ombligo, prematura como el aborto, grotesca indomable y dulce que daba vértigo verla irse por senderos oscuros a encontrar lo ido por todo lo ancho. Deseaba con rabia retenerla allí donde la vida no empieza y anónima vuelve a acariciar mi rostro. Desde lejos puedo escuchar el murmullo, el rumiar de su simetría asimétrica y ese rumor aguado y apacible, turbulento en palabras, embriagaba la voz que no es mi voz, era el sino del salto de un gato siniestro, el huerto de una sonrisa limpia, grito quebrado saliéndoseme a chorro, tal vez esta voz es un dios que no le pertenece a nadie, sólo al tiempo, día tras día. El reposo de la voz se elevaba en las retinas de los astros, ahí imprecisa en el canto inocente de las fauces muertas y renacidas. Ahora esta voz me sale desde el ombligo, vieja como la prehistoria, no escrita, insaciable. El temor se me avalancha en la mirada de Marguerite, me sostiene en vilo, mística niña, cometa redescubriendo lo intangible, que poco importa atreverse a oírla por el eco de la lengua idéntica, holística, cayendo al vacío que da pena verla amordazada buscando lo ido por todo lo ancho.

Era volar hacia la vida en vértices. Mi rostro se llenaba de muecas. Era una época transversal, quizá éramos el residuo de un tiempo exorbitante. Mis brazos se pusieron en anuncios al borde de los días sicoanalíticos y como no sé para que servían tales anuncios, a veces, siempre en madrugadas de invierno, tocaba a la puerta de Gina, embriagado, con los pantalones hechos fetiche de la noche sin saber el por qué adquiría las visiones, los sueños que se sacrificaban en los orines metalúrgicos, en estas representaciones de terribles dioses similares. Los abría en mis venas metafísicas y los dejaba escurrirse en el recinto como un impulso de mi infancia.

Como la música de los senos que se iba aliviando en delirio, todo ahí llegaba manoseando las flores de la lluvia que alimentaba el mar de mis arroyos bajo las alas de Marguerite. Mi voz enfermiza es un canto de pájaros desnudos y la melodía de sus piernas se elevan de sed por el ojo que de pronto se vacía y mira sin la retina exquisita tirada en mis oídos lúdicos porque nos amamos redescubriendo regiones en genitales que aún no nacen.


5

Antes que saliera huyendo parecía una sombra teñida en la luz de mis dedos, yo acontecía de demonios y duendes en los senos del odio, jamás trituraría las fotografías que aun conservo en los afilados senderos cayendo y ascendiendo en mis contratiempos enjaulados, era o tal vez es una demencia sombría que rumia hambrienta las manchas de los rostros que creen conocerme ¿por qué debo sorber la aniquilación del mañana? Una vez obtuve mi pudor en orgías de mi juventud accidentada, vivía por entonces en una ciudad costera, ya ni me acuerdo del nombre, pero si de esa carnal experiencia ahora ajena a mi voluntad, y me dio la sensatez para podar mi ego. A veces hundirme me sale entre todas las cosas que un fuego devora, decapitar la huella producida anterior al tiempo desnudo y parisino. Un día quizá me vea sonreír vagabundeando, alejándome de toda esta miseria de poeta y matar definitivamente la poesía, esa agua mortecina y purulenta que en cristales sudorosos aletea eterna en mi vientre, porque este maldito siglo pega un rebuzno errante e inmóvil en la geografía del librero. Son lianas las grafías que se desplazan desde los trajes ahorcados, de los platos y vasos ordenados en la cocina, y mis intestinos los iba sosteniendo a medida que mi adolescencia crecía en la llama oxidada de la estufa que planeaba recién fundida en mis pesares. Marguerite hace rato que fue en busca de vino al liquor store de la Rue Saint Domingue. Es típico en ella, pierde el tiempo enumerando, clasificando y leyendo las etiquetas de las botellas, dice que mientras la cosecha tenga mayor antigüedad mejor es el contenido, yo pongo en duda esa elección de catadora. Tras estas cuatro paredes hay cirios que conversan de retratos, trituran las imágenes del fuego, asumen los apuntes rotos de futuros poemas clichés en la libretilla. Fornico periódicamente en polvo de revistas. Envié una docenas de poemas mal logrados a la revista que publica las fotografías de Marguerite y hoy salieron a la luz, motivo de sobra para celebrar, porque además del satinado de las hojas impresas, he leído la crítica que cubre casi dos hojas de análisis por un tal Michelle Breton, bisnieto, creo que me han dicho, del afamado teórico del surrealismo. Un celaje adherido a caricaturas se encumbra y cae a plomo limpiándome los ojos de blanco porque escribí en esas poesías horas violadas en el fondo de mi desgracia, encontrando la fisura de la vieja serpiente escurrida en toda la voz de mi sexo. Además, cuando inicié a escribir la docena de poemas en Santo Domingo era como si existía un deseo salvaje de Satándios en mi pecho lleno barbaries, anhelando padecer y acumular guerras, dolor humano, experiencias existenciales, desasosiego inhumano, porque como he leído en cientos de libros, sé con perfección que algunos de esos escritores padecieron infinidad de sufrimientos, guerras, hambrunas de nunca acabar en la literatura de los pueblos, algunos se aventuraron a recorrer países y otros de dudosas procedencias solo hicieron arte desde sus hogares perdidos en ciudades, barrios marginados, desde un refugio en el campo de sus padres, desde un convento con monjas llenas de pelos, hermosas, o desde un hospital mental. En Occidente son otros tiempos de vanguardia, dolor, muerte, sexo, vacíos, el ciberespacio, digitabilidad, prisa, el venerado consumismo después de II Guerra Mundial que cada día continúa desgarrando a la humanidad, pero del otro lado de este rostro existen aun batallas como recompensa de un negocio lucrativo, maldito y sinsentido. Ni hablar de Corea, Vietnam, Kuwait, Iraq, Afganistán, Líbano, Palestina, Irán, de Israel ni de las matanzas de tribus africanas. Latinoamérica también fue víctima de dictaduras, guerras civiles y de invasiones. Pero hubo artistas que no supieron aprovechar esta circunstancia que le brindaba la historia. Sin embargo, allá platicaba con mis amigos de otras estupideces, anómalo porque presenciaba mi persecución y de ahí las docenas de poesías que salieron hoy en la revista que Marguerite publica sus fotos: “rogaba piedad equívoco y en la buhardilla me deslizaba. la historia huye de estos desafíos continuos, guerras que emigraban hacia la coexistencia ambivalente, dudando en echar alas hermafroditas, agasajos y no bastaba a primera ojeada. maldije aquella sonrisa angelical, tan beata que siniestraba la puesta lunar del día a plena noche. combatí el silencio de esta verdad, mi rabia que intentaba enésima vez jurar por la muerte que ganaba partida en las trincheras”.

En esa atemporal maleabilidad isleña estaba servido todo. Todo se ponía en duda, hasta comer chimis, empanadas de yuca y beber, para bajar el nudo grasiento, algunos vasos de Coca-cola frente al Gran Teatro del área Monumental. Ulises y Gina siempre optaban por ir a Marchena o Cucaramácara, por lo que me oponía con cierta obstinación renegada, no soportaba la servidumbrepequeñoburguesa (A través de los años he llegado a comprender que mi obstinación era por pertenecer a esa clase social, aunque dentro de mi cabeza rondaban ideas proletarias, formación que no ha servido de nada a muchos hombres desde la segunda Intervención Norteamericana, antes ni después). Gina no había acabado en la universidad diplomacia ni trabajaba. Luego que terminó una prima le ayudó conseguir empleo y su sueldo casi lo gastaba en cosméticos, idas al cine Hollywood, al Cinema Caribbean, una que otras veces nos invitaba a Marchena y a Cucaramácara. Ulises había entrado al bufete de los Álvarez, resolvía asuntos sobre la protección del menor, y con las jugosas sumas de dinero que ganaba, sus salidas eran a lugares más chic, más prestigiosos y raras veces nos invitaba por tratarse, como decía siempre, de confesiones de clientes y jefes. Por mi parte seguía en la universidad con mis lenguas modernas o “extranjeras”, algunos cursos idiomáticos en el Instituto John F. Kennedy, con el casi empleo, porque era suplente o utilite, un dia en Casa de Arte y otro en el Centro de la Cultura, limpiado vitrales, montando luces en escenarios absurdos, llevando invitaciones de eventos a importantes figuras públicas y no públicas y demás vainas quenimeacuerdo. El poco dinero que ganaba en esos lugares lo invertía en viajes al campo de mis padres, compra de algunos ejemplares de libros de medio uso en la librería Espartaco, en la Feria del libro que cada año nos ofrecía un antídoto a la realidad, en comer chimis, hot dog dominicano con Coca-cola, casi solo, porque Ulises nunca podía y Gina tenían poco tiempo, salvo los fines de semanas cuando yo la visitaba en su casa. Trabajar en aquellos lugares me hizo ahorrar dinero, porque no pagaba las entradas de cine, teatro y algunas bandas de jazz que se presentaban. Estaba exonerado. Las obras dramáticas muy pronto me dieron a comprender la realidad de muchas maldiciones, performance que invadieron mi cabeza hasta engendrar en mi subconsciente paganos poemas maltrechos; el cine me agenciaba el secular consumismo de siempre, salvo algunos filmes, como por ejemplo: La montaña mágica de A. Jodorowsky, El lado oscuro del corazón, ¿era el director un argentino de apellido Subiela?, hace tanto que ni recuerdo, La naranja mecánica, Las olas, El taxista… Ayer bendije o eché pestes a los periodistas que solo escriben noticias genocidas, malas. El presentador reía estupefacto de horror. El documental mostraba la crueldad de las guerras. China había pacificado a fuerza de disparos a miles de estudiantes, muertos, heridos, jóvenes con rostros melancólicos por las huelgas de hambre, no podían creer lo que contemplaban, el Ejército del Pueblo atacaba al pueblo.

Estoy feliz y me bendigo, creía que no lo iba a lograr. Hace alrededor de un mes que tuve mi última sesión con el sicomago del bar, sin esa ayuda hoy no lo contaría. Me liberó de Gina. Logró lo que pensaba no había cura alguna. Hambriento de fetiches busqué en el magoexistencial la elasticidad de Azul y me embaucó de cierta manera que esta levedad de conciencia se adueña de las fotografías que cuelgan en las paredes. (Observaba los charcos de sus ojos acuarelas que penetraban como jades en mi lengua y de antemano yo era el hijo pródigo para extirpar hierbas en el lecho de la oscuridad. El pelaje de Azul eran peces que anidan en mis retinas, cuchillos que se encestaban en mi pecho y sangraba todo el odio de este gato que cuesta dolor y como un saltimbanqui me enfrentaba a los milagros de la noche. Con hermosura di el salto, agarré los barquitos de papel de las calles, los destrozaba como presas en medio de una tumba abierta a las infidelidades del ágil destronamiento del padre, yo era una musaraña amagando temible a mi sombra que en un pedestal silenciaba el dónde están los rostros de dios y sus ángeles destripados, dónde Mano Blanca y sus huestes porque venían desde mi infancia arrancándome la larva del barro, el ave de este corazón que era una sola angustia de locura. Esa desarmonía mutó en la horrible dulzura para olvidar la vida con Gina, los demoniosdios que oscurecían al niño distante, el que renacía en el perdón, en el rumor de la lluvia y la esperanza como si se vertiera el enfurecimiento de saber que había soñado con rostros que gritaban y se ahogaban en el amor).

Estos diez minutos (¿han transcurrido diez minutos desde que Marguerite salió a comprar vino?) se convierten en otros diez como el delirio de una mar verde. Es el propósito de la lucha alterna a nuestra hoguera, pócima de agua en las algas blancas cuando saturados y polvosos observamos el batir de la carne después de orgasmar poemas. Ya nada es rotundo, seamos la solitud del crimen inmundo de los chinos a los tibetanos que arden en aspas vivas, anudándose intrépidos en nuestras angustias. Marguerite dice que el Dalai Lama es un buen espécimen para hacer una foto, le fascina hacer fotos de ancianos que son para ella otras manecillas de esferas y luces clandestinas, prototipos de zarpazos nubes(entes) que se escurren por senos metálicos, porque nada es rotundo en estos diez minutos de ausencia y desnudos fingiremos ser esta tarde. Acaba de entrar, me ha despertado de mis meditaciones atmosféricas, trae una bolsa repleta dequéséyo, dice hacer una ensalada de mariscos para festejar, mientras coloca en la mesa dos botellas de vino blanco gran reserva, paquetes de ostras, camarones, langostinos y pulpos, el aderezo y los vegetales están en el refrigerador. Cumplí hace tres días conmigo un exorcismo, hice una poesía símil en corolas que caían de las estrellas, una luna oscura donde los gusanos hacen muerte y atrincheran en mi boca encogida de dolor los maxilares superiores, que necesitan reventar en fuegos cruzados, a campotraviesa, pirotécnicos lujos endemoniados y la estéril mitad de mi rostro es otra mitad a viento atravesada por cuchillos lejanos a mi familia que festeja el cuarto de hora que Marguerite duró en la liquor store. No contesto a lo que parlotea, habrá que quitarnos las ropas, dijo, para que la celebración no tenga efecto secundario. La miro y sonrío, muestro mi libreta de apuntes, sabe que recitaré un poema, se acomoda en uno de los muebles. Marguerite disfruta con tal regocijo mis pulsaciones cínicas que pasamos horas muertas leyendo mímicas aéreas. Me levanto en lágrimas aliviando el cuarto de hora terrible, asumo postura de poeta y canto: “y sin embargo desde estos ojos soy un grito de agonía, altar de cofradías llamadas a rendir ofrendas nosédónde. ilumino a cierta distancia los pasmos de mi travesía nibelunga, temblores escribiéndose en números liliputienses, Yelidá maldita de amor, inadmisión atada a mí y corro, corro enloquecido en los ladridos de Compadre Mon a encontrar los planetas de nitroglicerinas y yodo que se gestan apuñalándome a escondida desde este trayecto de París. vuelo en mi risa y en nuestro amor para acogerte niña, para acunarte en esta Canción tirada por el suelo. nibelungar la vida tienta mi infierno y miento a costa de esta ciudad para soportar los espejos, las cavernas jurásicas que originan la geometría del miedo y la corrosión de la lengua por amor a las palabras”.


6

De infante casi nunca me preocupaba el tiempo, al menos que llegaran las efímeras vacaciones de verano, Semana Santa o las fiestas navideñas. El resto de los meses me parecían eternos. A medida que fui creciendo los años se fueron acortando, y con esta prisa de hoy día, ni qué hablar, los meses, los días, se han convertido en solo parpadeos. Quizá transcurría mi adolescencia cuando alguien, mi padre o madre, un tío lejano, qué sé yo quien, me regaló un reloj en uno de mis cumpleaños para medir el tiempo. A partir de entonces mido el tiempo. Sospechaba que todo se calculaba por números y padecía con gran sentimentalismo la pérdida de andar sin medir el afamado y agitado tiempo, porque cuando no sabía distinguir el minutero, la horaria y la secundaria todo me era durable. Echo de menos ese tiempo atemporal. Pero aprendí a planificar cada labor hogareña: buscar leñas, cargar desde el río galones de agua, ver dibujos animados y la escuela que no interesaba demasiado, poco después le cogí gusto por los severos castigos de mi madre. El resto del día, casi siempre en la tarde, me aventuraba a montar a caballo, jugar a las canicas, chapuzones en el agua, vagabundear con mis amigos por los montes y esperar el día siguiente para reinventar o aniquilar el maravilloso tiempo que me tragaba sin consideración. Mucho después escribí un poema referente a esa pérdida de inocencia, que salió junto a las docenas que envié a la revista que Magui publica sus fotos achacosas: “el caballo de palo me mece en sus rodillas, relincha voraces agujeros genocidas en mis retinas, cree vencerme en su montura de leche, le digo, cuando harto de acunar mis huellas, he comprado una rata, la veo volar sobre mí ahora que explico el verso humano en la plataforma escrita a veces en concreto de huesos y tierra. el tiempo tuyo es suficiente, ajeno al vómito que revienta hígados y sienes inmarcesibles en pájaros alborotados, mariposas húmedas que rendidas en el vuelo escupen mis falanges. las ratas son ángeles que roen mi estatura y se estira en las entrañas del miedo. pero hay soles pequeñísimos que mueren, manchas devorándome el sueño, tragándose mis esperanzas inenarrables, antipoéticas, reptación de olas en el azul atardecer. todo final es un inicio para los otros, para mi caballo de palo las ratas vuelan dibujadas con sangre en mis manos.”

Las flores amarillas me han gustado siempre. Todavía arrastro las flores que le regalaba a Gina los domingos, se colocaba una en su pelo y pretendía ser una actriz de cine. Empezaba el mes de noviembre con sus prolongadas lluvias de las tardes. La lluvia de noviembre bajaba en fuego por las calles. Esperaba a Gina bajo las cornisas de los edificios victorianos, en la glorieta del parque Duarte, donde me agarraba un amigable aguacero que de vez en cuando maldecía. Aquellas interminables lluvias eran una canción bajo las máquinas que transitaban por la San Luis o la Del Sol y los ruidos horizontales me hundían subiendo en nítidos instintos de crisis existencial, como una hermosa fruta migajada. A mediados del mes aun continuaba lloviendo y se nos hacía difícil hacerle la visita al hospital a un amigo poeta que podría ser nuestro abuelo, quizá lo era de modo artístico, porque a veces nos encontrábamos circunstancialmente en uno de los cafés del centro de la ciudad, él sufriendo sus borracheras, la cirrosis hepática que acabaría con su vida bohemia, ardiendo detrás de las calles increadas, llevando siempre consigo algunos libros, folletines repletos de poesía humana, metafísica, para venderlos o canjearlos por una cerveza, una botella de ron y una conversación amena e inteligente. Amilka nos reprendía cuando les enseñábamos un poema, sugiriéndonos esto o aquello porque según sus dotes intelectuales a Gina a Ulises y a mí, nos faltaba mundo. Aun conservo uno de mis poemas corregido por él de puño y letra. Amilka jamás negociaba su mundo aéreo, estaba todo el tiempo borracho hasta que un día lo internaron y no pudo ya levantarse del lecho. Ese domingo, como todos los malditos domingos acontecen las desgracias, pensamos visitar al desahuciado, llovía a cantaros y no pudimos movernos de donde estábamos, de modo que nos resignamos a hacerle la visita; sin embargo, nos pusimos a leer sus poemas, a comentar rutinas de trabajos, a planificar las horas después de la cinco de la tarde de lunes a viernes para reunirnos con Ulises, ir al cine, tal vez al teatro, a la presentación de un libro en el Ateneo o en la Alianza Cibaeña, conferencias sobre arte, salvo las horas de clase en la universidad; además durábamos, solo los domingos, largo rato conversando de metafísica. También éramos jóvenes olvidadizos. Porque en las horas siguientes echamos por la borda todo lo referente al arte y nos dedicamos a encontrar caricias llenas de hambre, a contemplarnos desde cierta altura hacer dibujos poéticos. Entonces, el martes, escuchamos la terrible noticia que Amilka había dejado de respirar. Gina ni Ulises asistieron al entierro; se me permitió ir por mi calidad de empleado, ese día trabajaba en el Centro de la Cultura y el fenecido estaba muy ligado a las actividades creativas y artísticas de la institución. Hubo lágrimas de parientes y no parientes, se hicieron anécdotas del muerto, que hizo y no hizo, risas estúpidas de algunos come mierdas, se leyó poesía de algunos de sus libros, lloramos y el cielo también necesitaba llorar lluvia. Después que los albañiles tapiaron la tumba, un grupo de amigos y amigas, entre ellos Max, Cornelio, Plinio, Rafael, Sally, Josefa y quizás un tal Emilio que tenía aire de superioridad, nos fuimos a brindar por Amilka al Bar de Concha a pesar del dolor que se podía entrever en algunos de los rostros. Aun hoy cargo con las imágenes en mi cabeza, me asaltan inusitadamente y puedo llorar en silencio como esa vez. Poco a poco me fui alejando de su influencia poética, pero no de su risa de Baco, de sus extrañas apariciones en los eventos literarios, de ese andar mareado por calles y calles de Santiago buscando el verso que se le había perdido en la borrachera anterior y el que se le escapaba en la siguiente: “amilka te cortabas mis venas atravesando miserias, sórdida nulidad del sueño en mi nuca y los muñones son esas sales crispantes en tus dedos insuficientes, apretando sábanas para reposar en el agua sin agua, voy levantándome gota a gota en la lluvia, necesitaba gotear las sombras metidas en tu ataúd inmensa, gritándote por encima de los poemas. tú eras una botella de ron perforándome todos los cimientos porque no sé dónde fue a parar noviembre, si a la atemporalidad o a tus ojos encendidos de enfermeras. nunca entiendo a noviembre y se llueve el cielo. amanecimos y seguías vivo en el café y los cigarrillos gringos, en las cervezas tibias que he vomitado en tu nombre. amilka, no comprendo a noviembre ni el absurdo podrido y asqueante de los personajes de mi entierro que van contigo en cisnes a mamar tetas prostituidas; te echaste a dormir como una oruga siniestra que en el polvo sube en el ala arrogante de la muerte. el viento sabe agrio, sudaste el viento de otras babosas con sus pentecostés para matarte de nubes e islas. Mañana voy rectando en noviembre y el cielo se llueve. mentimos a la vida antes de caer o levantarnos, siempre habrá peligro en el vientre, en el hígado reventado, en esa vieja y rañosa domesticidad del luto. amilka, cuánto hace que preguntaste si el odio era amor o que el amarillo era el color de los enamorados, yo no sé, dime tú que vagas por rumbos conocidos atrapando libélulas y el humo jadeante del desconcierto. apuñalo mi lengua con palabras de lagarto y no entiendo esta tonalidad, esta mentira, elévate a ver las personas muy tristes, a punto de ser señaladas en el ojo de la niebla, en mil o más lágrimas, y la ciudad y noviembre son sesos que se encumbran desde tus manos cirróticas, llenas de pedos que sonríen, de duendes que no entienden hasta creer que fuiste increado en una botella. obrar tabernáculos, obrar, ese es el verbo que excrementa el epitafio de los bufones y se te salía el hambre por los dedos, entonces sobabas un pan con ternura de reptil para quitar las migas de tu hambre africana, de mí que te buscaba a destiempo sordo, mudo y sin culpa. amilka, eres muchedumbre de techos lacerados, hombros, verdugos que flotan en la espuma como una serena pedrada tocando a dios”. Como aquel noviembre, llueve. Ayer pasaba frente a una florería y detrás de los vitrales vi cantidades de rosas amarillas como las que compré para Amilka en la calle 30 de Marzo. Adquirí un paquete a bajo precio después de regatear con la dependiente. Hice, me era deuda porque jamás volví al cementerio de Cienfuegos a llevarle flores, ayudado por Magui, una especie de tumba en el apartamento. Encendí cirios y luz del alma que aprendí observando a mi bisabuela cuando preparaba altares en velorios. Coloqué parte de las rosas amarillas en agua y pronuncié en voz alta lo que no me atreví a decir aquel noviembre frente a la tumba de Amilka.

(Poco después la lluvia continuaba llegando extraña, deseando impedir que me viera en las babas de los perros con rabia y el esoterismo sonriente no llegaba a resistir las resinas atómicas del cielo. Como las gotas eran indistintas el fenómeno atmosférico maullaba infanticidios y dolores cuyos ingenios buscaban encontrar en la gravedad de la esquizofrenia tantear ciegos la noche salobre. Porque colapsaba precipitadamente en Gina, en las rosas amarillas que le llevaba todos los domingos. Mi voz se filtraba en las paredes despintadas de la florería a cielo abierto de la 30 de Marzo, probaba comprar gladiolos, tulipanes, claveles, margaritas, quéséyo, rosas amarillas, a fin de cuenta no tardarían en perecer en la maldita esperanza. Gina las refrigeraba, decía que vivirían más tiempo, pero a mí no me gustaba ese modo de momificación, me dolía tan solo saberlo. Gina se derramaba en semillas, en episodios mercenarios, fraudulenta aniquilaba mi deseo con sus poderosos senos de almendras, constituyendo a veces mi muerte existencial. Gina tal vez no sea hoy mi mujer ni mi amante sino una rosa amarilla que revela en cada vuelo la lluvia de noviembre. Aún persisten sus muslos arqueados y me incluye en el transcurso de su corazón levadizo, agitándose y difundiéndose en aromas. Era evidente que Gina deseaba nuestra felicidad acosta de las rosa amarillas. Alguna noche vendrá a tocarme las entrañas y a contarme esta historia.)


7

Mi cráneo palpaba en seco la tierra, monosílabos sedientos —gárgaras infelices que sometían a los epítetos del trance en huecos ojos pesados y el pelo digería el golpe, lo suavizaba en cada caída hasta el púrpura, lo alivianaba tan sano en una mujer que pasaba y mordía las palabras por el rabo en un poema. La arcilla amaba las neuronas insustituibles en una jungla de logaritmos que se abría y contaba dígitos de bestias hirvientes en esta pirámide de sesos que por primera vez se levanta, lee lagartos leoninos que sonríen la muerte en el remanso, porque me siento líquido y me bebo en cada sorbo. Hoy por la tarde descubrí lo incomprensible subiendo al altar para el sacrificio de un cuervo y un chivo. Me bebo todo hasta el coágulo del gato despellejado. Era demonio y confieso mi existencia en el tiempo perforado, mismamente mañana a las siete de la noche anduve como relámpago cruzando gatos y perros. Qué suerte la mía, tan iluminado ser vino en conserva que arrastraba al que se sienta conmigo a oscuras a razonar el estado solemne del rito de los poetas. Me redescubro submarino que se sumerge en los recintos tibios de los cometas debatiéndose terrestres en Estanislao, en Fabiana. Me bebo de a poco. Sólo son dos personas, dónde está él en su vuelo y su otro tedio vivificándose —viajaba en la luz a la hora no sé de la aproximación tocando y tocándose algo del corazón extirpado por la humanidad— y aniquilar perfumes noctambuliza el tranvía de mi trayectoria hacia lo expiatorio. Me busco algo que no nos une, pero que nos unen cómplices hacia allá, en Marguerite y la tierna pulpa del odio y abro mis ojos tuyos cansados de nombres y de sueños anónimos. Por eso la veo moverse como una larva vieja y achacosa e infeliz respira cuasi perfecta de teoría alargándose redonda en la tarde —tanta redondez como la vida y Gina hablaba sin lengua del ahogo como si fuera el infierno e imbécil sometía a prueba el absurdo como pretexto ridículo, emitiendo leyes con la verdad de todos, enumerando las veces del amor y el acaso Si temo veo la pureza abrirse idéntica (manipulación), beber huesos, desgarrar raíces de mis retinas donde se quedó inclinada de augurio tachonando mi aliento quebradizo. Esta sombra de mi sombra es un pájaro que se pierde en el horizonte; y Marguerite, sin embargo es distinta, lo digo porque de pronto me parece que me sonríe sin sonreír y trae mi muerte ocupada en fotografías. La semana pasada cuando comíamos juntos en un restaurant chino vi cerquita de sus labios dos aves moribundas y no pude evitar los sollozos, la inclusión del mal que dictaba en la espina dorsal de mi lengua Marguerite famélica y se descompuso a grandes saltos en sus dos noches retinares y dentro del pecho toqué hilos de miel amarga. Marguerite cayó rendida ante los comensales, reían a modo de parias y genocidas. El efecto, la causa, sí, ayer nadábamos juntos en cuatros rejas de azul y volábamos embriagados e infantes ocupábamos cada rincón de esta ciudad porque cuando comíamos, en un abrir y cerrar de ojos ya no era, dudé cada gesto de la cuchara y vi aves muy juntas que se desprendían como babas verdes acariciando suaves sus senos. Esas manchas eran islas saliendo en torrentes epilépticos. Por suerte que allí se encontraba un médico y pudo darle los primeros auxilios antes que llegara la ambulancia.

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