![]() |
Durante los estrechos lazos de la noche fui el hijo
de Dios persiguiendo magdalenas encalladas en ceremonias, en tarots enterrados
en las uñas del perro y los motivos frecuentes del suicidio. Me corté las venas
millonésimas veces jugando ser inmortal, bebí ansias atadas a la pata de la
mesa de la cocina, pude llamarme mientras respondía a los gritos, me ahorqué en
flores desprendidas de los tejados y la lluvia, dije que los tantos como yo ni
siquiera sabían de dónde diablos viene esta ventana, que solo estábamos aquí
por algún milagro torpe de un espermatozoide y un óvulo. Caminaba las calles
sujeto a superficies de monstruos que manipulaban las cirugías, clandestinos,
lleno de asombros por la capacidad que poseía en regenerarme las veces de los
intentos. Me inventaba cada permanencia, era una locura reinventarse ser dios,
travieso y ligero en las azoteas de los edificios. Descalzo, sin la menor
preocupación, predije ser lagarto, culebra enredada en ventanas, pájaro sin
alas agujerando espejos, murciélago y escribí trayectorias en el viento.
Anónimo supe que curarme de esta inocencia pervertida terminaría otra vez
obsceno, desollado en lagarto traicionando presas. Lagartear las ranuras giraba
en torno a encontrar la vigésima quinta ocasión de arrancarme los ojos para no
contemplar las maniobras de ventrílocuos asediando. Como fui hijo de Dios quise
ovular las respuestas de todos, quise preguntar por vértebras y la injusta
necesidad de crecer oscureciendo las verdades humanas. Y me drogué de huesos,
de gusanos, de vida y de muerte. Narcotizaba las cosas que tocaba intencional y
otras, lleno de la más grosera perversidad de todo niño arrepentido. Aquel día
dentro de la espuma del café iba levantado por reptiles, husmeaban mis
vísceras, se lanzaban mi sangre a sus rostros para renovar el mito de Sísifo en
mi despojos. El lugar de la fiesta era mi cuerpo en todos los cuerpos, en todos
los prisioneros que han intentado escapar de este silencio.