La ventana
Las manos se aferraron al marco de la ventana. Tocaron a la puerta. Vio el astro amarillento asomarse entre las nubes. El rumor de los vehículos iba muriendo en las caracolas de sus orejas. Sintió la voz mezclarse con el estruendo horrible de las olas. Miraba desde allí las luces de los postes como ondas elevarse plateadas construyendo formas ilegibles de animales sádicos.
Una persona balbuceaba su nombre repetidamente. Él cada vez más apretaba el borde y rechinaban sus dientes de rabia como si su cuerpo fuera poblado por millares de hormigas.
¿Puedo pasar?, se escuchó una voz femenina detrás de la puerta.
Volvió el rostro transfigurado y contempló el cuerpecito lánguido, agujereado y sangrante. Esta vez no supo qué hacer, un nudo gigantesco envolvía su cuello; pero había un placer desbordante cuando escuchaba los gemidos, las súplicas, y no era todo, porque al observar las contracciones de la cara y el cuerpo, también estas delicias lo llevaban a preocuparse de su estado emocional, de lo que le esperaba al afrontar a la mujer que llamaba insistentemente. Los gestos grotescos no podía dejarlos escapar, cada movimiento los acariciaba a cada caída desde ese instante, donde el placer inhumano convergía levemente con la locura.
¿Estás bien? Escuché ruidos.
La voz de la mujer se agitaba. Daba golpecitos en la madera tímidamente. No respondía. Sólo el murmullo de los autos irrumpía en las paredes de aquella habitación conjuntamente con el silbido del viento colándose por la ventana abierta. Él, disimulando, fijó su vista en las nubes heridas por el astro amarillento. La luz fue enardeciendo su piel y una energía luctuosa y profunda le invadía. Cerró sus ojos aspirando aire hasta que las manos dejaron de apretar el borde de la ventana. Soltó el cuchillo. La mujer pudo oír el golpe seco y metálico, pero hizo caso omiso de ello.
No seas tan terco. ¡Abre de una vez!, dijo.
Tropezó con la niña cuando retrocedía. Dudó si abría o no la puerta. Veía la ventana inmensa, siempre la ve como escapatoria al cielo, al infierno, a la libertad de la prisión repetitiva de su espíritu.
Si no abres entonces voy a pensar cosas serias, dijo la mujer intrigantemente, asustada y nerviosa.
Él se volteó hacia la puerta con rostro de minotauro, palpó su grosor rozándola como si la figura de la mujer se encontrase allí. Puso uno de sus oídos ambicionando escuchar la respiración de ella e inesperadamente recordó la voz que suplicaba. Con brusquedad viró y emprendió una carrera de caballo alado. Quiso gritar pero algo se lo impidió. Ha hecho el esfuerzo de no repetir la misma hazaña una y otra vez ni siquiera recordar cuando se lanzó al vacío.
Las manos se aferraron al marco de la ventana. Tocaron a la puerta. Vio el astro amarillento asomarse entre las nubes. El rumor de los vehículos iba muriendo en las caracolas de sus orejas. Sintió la voz mezclarse con el estruendo horrible de las olas. Miraba desde allí las luces de los postes como ondas elevarse plateadas construyendo formas ilegibles de animales sádicos.
Una persona balbuceaba su nombre repetidamente. Él cada vez más apretaba el borde y rechinaban sus dientes de rabia como si su cuerpo fuera poblado por millares de hormigas.
¿Puedo pasar?, se escuchó una voz femenina detrás de la puerta.
Volvió el rostro transfigurado y contempló el cuerpecito lánguido, agujereado y sangrante. Esta vez no supo qué hacer, un nudo gigantesco envolvía su cuello; pero había un placer desbordante cuando escuchaba los gemidos, las súplicas, y no era todo, porque al observar las contracciones de la cara y el cuerpo, también estas delicias lo llevaban a preocuparse de su estado emocional, de lo que le esperaba al afrontar a la mujer que llamaba insistentemente. Los gestos grotescos no podía dejarlos escapar, cada movimiento los acariciaba a cada caída desde ese instante, donde el placer inhumano convergía levemente con la locura.
¿Estás bien? Escuché ruidos.
La voz de la mujer se agitaba. Daba golpecitos en la madera tímidamente. No respondía. Sólo el murmullo de los autos irrumpía en las paredes de aquella habitación conjuntamente con el silbido del viento colándose por la ventana abierta. Él, disimulando, fijó su vista en las nubes heridas por el astro amarillento. La luz fue enardeciendo su piel y una energía luctuosa y profunda le invadía. Cerró sus ojos aspirando aire hasta que las manos dejaron de apretar el borde de la ventana. Soltó el cuchillo. La mujer pudo oír el golpe seco y metálico, pero hizo caso omiso de ello.
No seas tan terco. ¡Abre de una vez!, dijo.
Tropezó con la niña cuando retrocedía. Dudó si abría o no la puerta. Veía la ventana inmensa, siempre la ve como escapatoria al cielo, al infierno, a la libertad de la prisión repetitiva de su espíritu.
Si no abres entonces voy a pensar cosas serias, dijo la mujer intrigantemente, asustada y nerviosa.
Él se volteó hacia la puerta con rostro de minotauro, palpó su grosor rozándola como si la figura de la mujer se encontrase allí. Puso uno de sus oídos ambicionando escuchar la respiración de ella e inesperadamente recordó la voz que suplicaba. Con brusquedad viró y emprendió una carrera de caballo alado. Quiso gritar pero algo se lo impidió. Ha hecho el esfuerzo de no repetir la misma hazaña una y otra vez ni siquiera recordar cuando se lanzó al vacío.