Decidiste abandonar el complejo, muy temprano en la mañana, antes
de la clausura por varias razones. Sofía había cometido el lamentable hecho de
ver al hombre a los ojos, mientras conversabas con los invitados, con una
especie de complicidad por debajo de las ropas. En el trayecto de regreso a la
ciudad le comentaste las incidencias de los escritores apostados allí porque
andaba en otros asuntos: unos leyeron historias parecidas a la macabra
resolución de asesinar y comerse sus víctimas; otros, poetas al fin, sin
necesidad les cantaron a la niebla y a la luz. Pero en un recitar de aquellos
aedas fuiste persuadido por un extraño presentimiento, te mataban los celos.
Sofía no se quitaba al tipo de la boca y continuaba con la perorata de los movimientos
excepcionales del tipo en su acto de performance. Cuando a una mujer le coge
con algo es mejor dejarla porque si intentas detenerla en seco te dará la
espalda, se portará, o se volverá, fría y huraña y ni siquiera podrás
notificarle sobre su dejadez con sus compromisos de mujer. Sofía comenzó a
portarse de esa manera hasta que te diste cuenta de todo. A veces te asustabas
con tus cálculos meticulosos, esa pasión que escondías en el subconsciente, esa
insensibilidad macabra. Desde tu infancia tuviste pesadillas, perturbaciones de
asesinato, de comerte a ti mismo, eso te excitaba, y nunca supiste por qué,
quizá viste el horrendo crimen de un animal, porque frente a tu casa quedaba
una carnicería, un matadero de bestias donde después tus padres comprarían
parte de la carne deshuesada; y aquellos terribles chirridos de muerte
necesitabas silenciarlos, nunca pudiste y te convirtieron en lo que siempre has
sido, un hombre que todo lo conjetura con meticulosidad y tal vez en el fondo
fuiste un frustrado carnicero.
El hombre, luego te enterarías de su nombre, se hacía llamar
Claudio. Llegaron a la casa sumamente cansados, por lo menos tú estabas
abrumado y te metiste a la cama sin darte un baño. Sofía quedó en la sala, puso
por pretexto que debía hacer los alimentos que llevarían a los respectivos
trabajos, ordenar algunos utensilios de cocina y sacudir el polvo de los
muebles. Después, dijo, se plantaría bajo la ducha.
Despertaste en sobresalto y no estaba junto a ti. Miraste el reloj
despertador y era preocupante, muy extraño, que se hallara en los quehaceres
rutinarios del hogar a esas horas. Titubeaste en si te levantabas o no, aún
rastros de sueños persistían anegados en tu conciencia; pero lo hiciste,
caminaste hasta la sala con movimientos felinos para no hacer ruidos y
sorprenderla in fraganti en lo que hacía. La miraste pegada al ordenador, muy
entusiasmada, entreviste su rostro risible, mordisqueándose los labios, lo
deducías por los ademanes de cabeza y la forma cómo posicionaba las manos y movía
los dedos cuando tecleaba. La llamaste y ni volteó el rostro sino que trató de
incorporarse del susto que se había llevado. Trataba con diligencia salir de la
página web. Detrás de todo eso pudiste notar un nerviosismo casi imperceptible
para que no te dieras cuenta en dónde estaba metida, y, cuando contestó, lo que
dijo podía leerse entre líneas lo tan nerviosa que estaba.
Ah, eres tú. Sólo revisaba mi e-mail.
Pero no pusiste mucha atención al asunto. Pensaste que aquel
asombro resultó tan desprevenido por llegar así, sigilosamente, y tal vez, por
los tres días fuera de casa.
Vamos, ven, métete a la cama para que descanses, faltan unas horas
para el amanecer y tenemos que trabajar, no te fastidia hacer tantas críticas y
artículos, deberías tomar el trabajo con más tranquilidad; acabaste opinando.
Tienes razón, total, mañana continuaré, contestó apagando el
aparato.
Comenzaste a sospechar que algo andaba mal en la relación. No le
pusiste mucho caso sino, que frecuentabas su oficina con sorpresas y regalos
miserables en cada una de las fechas conmemorativas, y, en esos días, te
pasaría por la cabeza que ella te engañaba y aquellos celos que sentías con su
amigo te pudrían el alma. En ocasiones se te aliviaba la rabia porque según los
comentarios ustedes eran una pareja ideal. En las visitas ella daba a entender
indiferencia y apatía como que no le importaba lo de ustedes, porque de buenas
a primeras se ausentaba los fines de semanas fuera de la ciudad por cuestiones
de labor, y tú, tan ingenuo, siempre le creíste —y esa ingenuidad persiste, aún
le crees a fe ciega— como un buen payaso de circo que hace reír a los
espectadores hasta por un gesto desafortunado.
Cuando telefoneaba a la casa que rentaste en las afueras de la
ciudad escuchabas su voz pastosa, con oído clínico, queriendo encontrar
evidencias al referirse al nuevo amigo, de las veces que lo visitaba y de lo
fantástico que se portaba con ella. Llegaron a salir en varias ocasiones, tanto
que se influenciaría en eso del performance, porque cuando se encontraban en
los conciertos de jazz o blues del teatro no dejaba de actuar como si estuviera
frente a un público que sólo la observaba a ella, dueña del escenario, con los
grotescos movimientos que hay que hacer para ser mimo sin pintarse la cara de
blanco hueso. Pero como el diablo está siempre atento a cualquier
acontecimiento, Sofía y tú volvieron, con algunas diferencias: te había jurado
que nada que ver con Claudio y que estarían cada uno en sus casas sin
compromiso alguno, como dicen por ahí, amigos con derechos, de modo que sólo
era acostarse cuando se les antojara y, satisfechos, se podían marchar sin
remordimientos.
Sofía continuó con la amistad de Claudio, se telefoneaban dos o
tres veces a la semana hasta que un día le sacaste el sí para juntarse en casa
de su amigo. Llegaron como a las nueve a eme y Claudio le salió al encuentro
con su amplia sonrisa de teatrero maldito, oscuro. No les dio tiempo ni de
desmontarse cuando se les echó encima señalándote a ti en donde debías aparcar
el ford rojo. Vivía solo y les acomodó una habitación como si fuera para
príncipes. Todo el cuarto se sentía húmedo, el ambiente viciado por un olor a
muerte, a deseo, a locura, y pensaste que quizás allí se realizaban actos
impuros y descabellados.
Les sirvió el desayuno con sumo cuidado. Hacía irritables modales,
presuntuosos, dedicados al placer y a la adoración. A Sofía tales cosas le
hacían reír sin parar. Perduraron largas horas sentados como imbéciles mirando
el rostro de su anfitrión, oyendo sus historias. Te lamentabas de estar junto a
ellos y maldijiste en tus adentros el por qué habías insistido en visitarlo.
Era tarde para retractarte, no volvías atrás cuando planeabas algo serio y más
como aquello. A las dos te cansaste de escuchar y le pediste a Sofía que fueran
a ducharse. Habían acordado salir un rato a algún bar de la zona antigua de la
ciudad; pero al quedar solo con Sofía:
Estás loco o qué, dijo ella desde la ducha.
Al menos seremos eso, no. Sacar el poquito de sangre caribe que
nos queda a flote, opinaste detrás de la cortina de vidrio oscuro.
No te entiendo. Me estás asustando, dijo con algún fastidio.
No deberías, Sofía. Tú mejor que nadie sabes que pretendo
encontrar lo sublime a costa de la poesía, replicaste.
Diablos… crees que con eso serás un Rimbaud o un dios. No, no y
no. No seré cómplice de esto, contestó, abriendo la cortina del baño.
Ya veo que tú me crees cualquier tontería. Sólo lo he referido a
modo de juego cariño, dijiste echándote a reír.
Guardaste silencio, era lo mejor que podías hacer para no armar
una pelea, porque notaste que se estaba incomodando. Después que salió te
metiste a la ducha. Sofía te observaba de un modo extraño mientras te mudabas
de ropas con la lengua amarrada; también
lo estabas y sólo intercambiaban miraditas con cierto temor. Casi al salir del
cuarto le comunicaste que no irías a ninguna parte, pusiste de subterfugio que
la espalda se te reventaba de dolor. Notaste dudas en el bello rostro de Sofía,
pero accedió.
Claudio encendió su laptop para poner música y mientras degustaban
del vino y del placer de los blues y el jazz a él le sobrevino la magnífica
idea de fumar unos cigarrillos de marihuana, los invitó y no objetaron.
Recordaste entonces tu gran temor, eso que no te deja en paz, las perturbaciones.
No importa que ahora pienses con detenimiento reflexivo; no importaba que el
amigo de Sofía acumulara en sus modales, en su vocecita de ave serpiente el
signo de la homosexualidad, aunque eso te proporcionaba cierta calma.
Fumaron lo suficiente como para perder la noción del tiempo y
abandonarse a los más bajos instintos. Claudio se lanzó al piso. Sofía
tarareaba una de las canciones en inglés. Te incorporaste del asiento,
recordaste que debías ir a la cocina a tomar agua, Claudio quiso ofrecerse,
pero como sabrás llegar te las arreglaste para que se quedara sentado donde
estaba, rascándose la barba que le cubría el rostro. Bebiste un sorbo de agua y
viste un esplendido juego de cuchillos ordenados de menor a mayor en la meseta,
agarraste uno de gran tamaño. Te aproximaste a ellos con precaución, igual a un
animal en asecho de su presa y dentro de ti fluía la maliciosidad, los celos,
lo diabólico, el retorcimiento de un ser lleno de sadismo, sed de sangre y locura
por comerte lo que sea, porque es algo habitual después que una persona se
droga con marihuana que le entre un hambre atroz. Sofía daba señales de estar medio
dormida. Claudio cabeceaba; permaneciste agudamente despierto como si el diablo
guiara tu alma. Levantaste el cuchillo con las dos manos y lo dejaste caer con
todas las fuerzas en aquel cuello, cosa que no sentirá, sólo alcanzaste
escuchar un leve gemido. Se iba a desplomar, lo detuviste antes que el cuerpo
llegara por completo al piso. Sofía dormía. Agarraste su pelo enmarañado y lo
acomodaste de espaldas contra una mesita del centro de la sala, aún no le
brotaba sangre por la herida, sino que le chorreaba un hilillo rojo por una de
las comisuras de la boca. Cogiste la empuñadura del arma y cuando pensaste
extraerla, te pasó por la mente cercenarle la cabeza. Mientras cortabas,
empuñando sus cabellos, apoyaste su cuerpo en el piso para mejor facilidad. La
sangre era el Mar rojo rodando por todas partes. Sofía continuaba dormida,
profundamente dormida, lo sabías por los ronquidos. Ya cercenada su cabeza, la
llevaste a la cocina y la colocaste en el fregadero. Lavaste tus manos.
Volviste con Sofía y dispusiste tomarla en tus brazos para llevarla a la
habitación, quiso como despertar pero le susurraste que sería preferible que
durmiera cómodamente en el lecho y no en un sillón porque podía pescar
tortícolis. Preguntó por su amigo y le comentaste que había salido a comprar
más vino, la despertarías cuando él regresara. La dejaste allí, y entendiste
que seguiría durmiendo hasta el amanecer. No sentiste el menor desasosiego,
como si estuvieras habituado a hacer aquello. En la sala la atmósfera se volvía
pesada con ese olor particular de la sangre humana que iniciaba a coagularse.
El líquido encarnado te facilitó arrastrar el cuerpo hasta la cocina. Pasaste
parte de la noche limpiando aquel desastre y desmembrando el cuerpo, cortando y
fileteando las carnes y de cuando en vez le tirabas un ojo a Sofía. Cogiste
partes de un muslo y los freíste al vapor. El corazón te lo comiste semicrudo.
Satisfecho tu apetito, te dedicaste como todo un chef a prepararle un bistec
con algunas de las viandas del muslo que no pudiste comer. Tomaste una bandeja,
adornaste el manjar con café, un vaso de agua y lonjas de pan integral que
hallaste en la despensa. Aún se encontraba dormida y colocaste a un lado de la
cama el desayuno, querías alardear. La despertaste a besos y dándole caricias
en sus grandes senos almendrados.
Hey, despierta Sofi, te traje el desayuno a la cama para que no te
quejes de mí, susurraste abrazándola.
Por qué tienen que despertar a una. Déjame dormir otro rato,
quieres, después haremos cositas como a las que a ti te gustan, dijo
desperezándose.
No cariño, mira lo que es.
Levantó la cabeza con su pelo hecho un lío y se acomodó para que
le instalaras el manjar en las piernas.
No todos los días uno no se halla con cosas como estas y hay que
aprovecharlas, le dijiste.
Tomó un sorbo de agua, luego el café, después cortó parte del
bistec y preguntó:
Y Claudio, aún no se ha levantado.
Sí, hace rato y salió. Dijo que no tardaría y que estábamos como
en nuestra casa.
Echó un trozo en su boca, lo masticaba muy lentamente agarrándole
el sabor a la carne. Por dentro te morías de la risa. Tú la mirabas excitado; sí, te excitaba enormemente verla comer, cómo
sostenía con sus delgadas y doradas manos los utensilios, cómo movía su quijada
y se lamía los carnosos labios untados de grasa.