sábado, 9 de noviembre de 2013

Balada triste a Pedro Cruz













Compartiste el “día De”
o la hora cero cuando la negrita
fingía ser Poeta de palomas sin alas.

Eran los domingos eternos
que buscabas migas de pan
bajo la mesa, y te convertías
en ternura desde un son cubano
dormitando el polvo de la calle
o la risa de Azul hambrienta
de fuga y continuidad.

Augusto observaba tus pasos,
deseaba estrechar tu mirada
de infante terco yéndose
por las rendijas de la luz verde,
de esa proximidad incierta
que a todos nos roe.

Pero todo supo a madera,
sabor a negritud, a cosmos
invadiendo tu esbeltez
de nadador incansable sobre la tierra,
donde las tardes acababan en luna
y otros entonces.

Pedro, el recuerdo no basta
para mermar la embriaguez
de la distancia ni el fondo de una tragedia.

Hoy es tu ausencia misteriosa
que permite abrir la sangre,
el regreso de la vida para salvarnos y amar…

Eran aquellos domingos de comunión
ante tu mujer y tu hija
que amanecían sedientas de ti,
las que lloraron sin lagrimar tu partida,
las que aun creen que andas por ahí
hablando de gallos,
de historias ajenas a este triste poema,
de techos amordazados
para que no vaticinen el dolor
que sigue matando a Augusto.

Sabes ahora la verdad de la humanidad,
sabes volar y pensaste detenerte
cuando las sábanas cubrieron tu rostro,
tu risa llena de violonchelos,
de bigas y nardos,
en casa de Reyna donde Augusto
dejó su cuerpo rendido un invierno
o fuiste a coleccionar trozos de algas
al mar para curarnos las heridas,
esas viejas infecciones
que nos consumen a plazo,
a cambios de piel,
a ritmo de sol por tus manos
callosas que tanto martillaron,
de tanto que sufriste en silencio
los saltos de tu corazón
cuando la negrita llegaba media coja
por las caminatas
o porque no la veías llegar para verla reír
y que te hablara
de la revista y las fotos de sociales.

Ya no eran esos domingos
que estirabas las piernas
bajo la mesa después de comida,
era un demonio que te comía por dentro;
ay Pedro, y a Augusto se le salía la vertebra,
se le salía el mar por las manos
y tú, hombre-niño en alturas,
te volvías lluvia que mordía

los peces de Cristo y sus apóstoles.

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