lunes, 12 de abril de 2010

Poetas de las miserias II


3

En el trayecto pude reflexionar lo de Ulises. En serio, pensé, sería el último plante. Nunca lo citaría a conversar de arte ni de sus comitivas de faldas. Dejaré a la suerte a ver si me llama cuando éramos unos muchachos llenos de misterios por la poesía. Marcos no ha dicho ni una palabra. Incito a que diga algo. Aunque ponga una de mis manos en su muslo ni mira. Continúa manejando con frialdad. Ahora rozo su hombro, voltea y me sonríe tierno, sus hermosos ojos brillan, movió insignificante los labios, quiso decirme o preguntar, eso lo intuyo, alguna cosa, tal vez espera la respuesta que le debo desde hace meses; pero aun no es tiempo. Se lo puse muy claro aquel día, yo había pasado por una relación caótica, que destrozó en pedazos cada materia atómica de mi cuerpo, tardaría lo suficiente en pensar sobre un compromiso serio, y dijo que estaba dispuesto a soportarme hasta una decisión justa, para venir ahora a actuar con desesperación y que tengo que darle una respuesta lo más pronto posible. Pero aun no es el tiempo, eso está claro entre nosotros. Vamos saliendo de la ciudad. Otra vez me mira con brillantes ojos de inocencia, ríe con serenidad y dice detenerse en un motel para estar a solas y hacerlo un par de veces seguidas. Me siento cansada, estresada. El trabajo en la oficina estuvo pésimo y más con el plante de Ulises, le digo. Justifica en meternos al motel, expresa que ya ha transcurrido una semana desde la última vez, que si no tengo ganas de, o será que sigo charlando con ese poeta maldito. No, nada que ver, manifiesto con voz casi apagada. Las ganas me sobran, pero no entiendes, estoy harta de cansancio. Mejor llévame a mi casa, concluyo. Marcos acelera el automóvil. Toma una de mis manos y la aprieta, desea metérmelo sin más que, porque eso es lo que malditamente prefiere, metérmelo, llevarme a casa y se acabó. Pero así no funciono. Diablos, cuantas veces se lo he repetido. Preferiría quedarme jamona a continuar una vida así con un pendejo de mierda. Si tengo una relación seria con alguien es para plantar raíces y no andar de aquí para allá huyendo, escondiéndome de nadie, y la verdad es que no deseo repetir lo mismo que me pasó con Aparicio. Al otro lado de la reja está ese vacío necio asesinándome. Marcos se marchó sin ni siquiera decirme hasta pronto. Tan fuera de humor estoy que me acuesto sin darme un baño. A media noche me despierto con un sabor lechoso y agrio en la boca, con mi pastosa lengua manchosa, con náuseas horribles de embarazada, ¡pero si uso preservativos cada vez que, y las veces que no, llevo en mi bolso Evital! Es extraño sentirse embarazada, con otra vida dentro de una, latiendo, dando pataditas, hinchándosele los senos, abultamiento de vulva, de piernas, de pansa, engordar un poco y los dolores de parto, ¡ay!, y corro hacia el baño y con singularidad está impregnado de un fuerte hedor a vómitos, como si alguien hubiera ido varias veces a vaciarse el estómago. Si acaso lo hice, no lo recuerdo. Estoy tan desinflada, tan derrotada que si estuve desandando los pasos, o me sumergí en un trance de sonambulismo, conociéndome como me conozco, fue lo menos peor que pudo suceder. Expulso litros de cerveza, gramos de papitas fritas, onzas de ensalada verde, libras de carne de soya, kilogramos de jugo gástrico en el lavabo [Es increíble y dudoso ver a una poetisa comer papitas fritas de Burgers King y vomitar. Aparicio siempre lo decía: el vómito es un estado de iluminación y ahora lo entiendo], no me dio tiempo de agacharme en el retrete y estoy vacía por dentro, tan liviana que puedo elevarme, tocar el techo, volar por cada compartimiento de la casa y desde arriba es tan distinto. Mareada, no sé si mi cabeza da vueltas y vueltas o es en realidad que todo en el exterior se confabula en movimientos para confundirme, porque toda la casa se compenetra en bruscas agitaciones, un hundirse sin llegar a hundirse. Casi en los límites de un desmayo, tropezando una que otra vez, entro a la habitación y avisto un bulto en el lecho. Cuando enciendo la luz pongo rostro de petrificación, boquiabierta, y como si fuese algo natural, sin oponerme, me echo a su lado, porque también considero ser posesión de ese cuerpo enclenque, que poco a poco lo voy destapando. Con sus ojazos de perro pastor, con esa respiración entrecortada y a la vez intensificándose, me doy cuenta que Aparicio es mi hombre, que está tan cerca de mí que puedo acariciarlo. Ya no poseo las náuseas. Los síntomas de los mareos han desaparecido por la emoción. Nausear cuesta dolor, dolores que menstrúan espejos e inquisiciones.

—A ahora qué te sucede —dijo con voz espesa de locutor radial de cinco a doce—. No creerás que sea un fantasma o una revelación de siglos que ha venido a cantarte una poesía pasada de moda. Sabes, aquellas personas no merecen que estemos aquí. Gina, por si las moscas, también hay que sacar el acta para dormir tranquilos…

—No sigas, por favor. Es mejor que vaya yo en persona —le dije, abrazándolo a mi pecho—. Además uno de tus hermanos labora allí.

—Pero es que no lo ves ahí, Gina. A pesar de eso no entremos en detalles de que si trabaja o no ahí. Lo importante es el acta y por eso no pretenderíamos agarrarnos en favoritismos de cuarta. Mejor hacer los tramites por el libro, no crees.

—Eso creo, Aparicio. Mejor que nadie sabes cómo son las cosas. Pasar por debajo o por arriba, comoquiera, da igual que sea uno de tus hermanos o no. Entremos a la fila, no perdamos tiempo. La fotocopia verdad que la trajiste.

—No. Pensé que la había echado en tu cartera. Qué tontos somos. Ahora tendremos que regresar y perderemos el turno.

Aparicio, poseído por el Diablo, me observa cabizbajo, reprochándome, encoge los labios, frunce el ceño con dureza; pero cuando paso mi mano por su pelo, todo lo contrario, afloja su rostro de pastor alemán, ríe con malicia, lascivo, con ganas de, y como si nos trasladáramos a épocas glaciares, a remotos incidentes del neolítico, como a la Edad de Piedra, donde no había pudor, donde la inocencia reinaba, nos tendemos en el piso al lado de la fila de la oficialía, sin preocuparnos de nada, a acariciarnos, a darlo todo en cada conjugación de besos, de lenguas enredándose, construyendo sílabas de salivas. Las personas que van a ordenar sus actas y otros documentos pasan sin vernos ahí, revolcándonos, cubiertos de polvo, semidesnudos, él metiéndome mano por la entrepiernas para hacerme gozar orgasmos, sentir mis babas que se escurren zigzagueantes y de pronto ya no quise gozar desde mi clítoris. Retiro su mano de mí, estoy incomoda, avergonzada, por la presencia de uno de sus hermanos que está también echado junto a nosotros haciéndose el dormido. Le doy la espalda, pero el muy terco continua incitándome, manosea pezones, aprieta tetas, mordisquea nuca, omóplatos, hombros, sopla orejas, susurra malapalabras, cosas indebidas, incesto, sodomía, posiciones Kama-Sutra. Los pies de las gentes que llegan y salen con sus actas casi rozan mi rostro. Murmuran que los de allí tardan mucho, otro día no regresarían a recuperar extractos de actas de nacimientos, se irían a la capital, porque allá, aunque había que sobornar por arriba y por abajo las cosas se daban con mayor naturalidad. Aparicio sigue instintos —por lo menos yo he recuperado un poco el pudor aunque continuo en cueros, de espaldas a él y dispuesta a—, y de forma fetal, con ganas de hacer y venirme, sigo inclinaciones de nalgas, abrir un poco, porque siento su dureza caliente hospedada desde hace rato entre mis posaderas. A ritmo de poseía, con esa musicalidad interna en las palabras, con acciones de oficinas y tecleados, con murmullos de personas que si el de la ventanilla no se da prisa demandarán al Estado por emplear a unos maricones que tardan en atender a los clientes y a ciudadanos responsables que pagan sus impuestos como Dios manda, por la raya. Entonces, sin perder oportunidad, me la mete por detrás, con lujos y detalles. Sólo al inicio de los contoneos y fricciones padezco dolor, pero cuando la cosa toma rumbo recto y arremolinado, intensidad de proporciones en ángulos obtusos, la incomodidad desaparece y me viene placer de culo hacia dentro con gemidos de poesía, porque eso es eyacular poesía de óvulos y deyecciones. Aparicio al parecer no ha llegado a, y presumo armar lío de masturba y masturba a tu hombre para que venga; pero mi hombre no se deja, se resiste y concluye diciéndome que es mejor ir a buscar las fotocopias, porque éramos tan tontos que vivíamos para hacerlo donde se nos antojara. Con sus ojazos de perro pastor, con su delgadez de esparrago sufre sudores de fiebre en silencio. Su cuerpo es una sola gota de fiebre en cuarenta o ciento cuatro en escala de Fahrenheit. Cuando acabo de quitarle la colcha y la sábana, están empapadas, no sólo de sudoraciones sino con ese apestoso olor a cigarrillo que tanto me conmueve. El pobre tiembla. Dice sentir contracciones en el pecho, que le traiga agua y el frasco de las pastillas de los nervios, los analgésicos antigripales y… Lo interrumpo porque duele verlo así y le digo haré té de hierbas y limones, la doctora lo ha indicado y mañana te levantarás como nuevo, como si no hubiese pasado una mala noche de calenturas por un simple virus pescado en la oficialía.


4

Por casualidad pude levantarme con esfuerzos indescriptibles. Llamé a Marcos para contarle cualquier cosa por pretexto. El muy Mar no podía recogerme. En la tarde, expresó, tal vez nos encontraríamos en la Plaza junto a la catedral y desde ahí iríamos al Gran Teatro a los Lunes de Jazz. Mar necesitaba buscar algunos materiales que faltaban a la capital para su primera exposición individual en la Galería de Arte Morel de la calle Benito con Máximo Gómez. En pelotas me introduje a la bañera. Abrí el grifo y dejé que se llenara casi por completo. Debía relajarme, tomar con calma aquel día. No pensar en nada. Llevar mi mente a la blancura, a un espacio sin nada. Pero en vano induje estar en blanco, porque vinieron a mí imágenes de las pinturas de Marcos, rememoraciones incongruentes, colores dulces y amargos, cuerpos danzando desnudos, asuntos edénicos y de golpe dije en susurro de burbujas que debía tomarles algunas fotografías y enviárselas a Aparicio por correo como cuestiones postales. Le sugeriría que tendría que comprometerse a hacerles algún comentario, a ver que dice de ellas. Como tardo mucho para higienizar cada hueco de mi mundo, siempre pongo a tono el reloj despertador al meterme al baño. Casi dormía sumergida en la bañera y el timbre me despabiló. De un salto de gata salí corriendo a vestirme. Llegaría otra vez tarde al trabajo. Año por año hago promesa de llegar a tiempo a la oficina. Día por día, cuando me despierto, me digo: Hoy llegaré temprano. Pero por más que me lo reitero nada sucede, como si viviera de los contratiempos a voluntad. A Aparicio, no sé si ahora, le molestaban mis tardanzas. Si me pasaba con algunos minutos demás, me lo reprochaba, decía que no tenía ni el más mínimo sentido de puntualidad, que era una irresponsable con las citas, que lo hacía a gusto para mofarme de su tolerancia; cabrón singamalo, que se creía, que yo no poseía mis compromisos conmigo. Las personas que laboran en la oficina me observaban extraña cada vez que llego tarde. Ni hago caso. Sólo cumplo con mi labor. La jefa del departamento nunca me ha llamado a su oficina para tal motivo. Sin embargo, cuando me manda a buscar con el mensajero y no lo hace por vía telefónica, se me aflojan las piernas. Pero sólo es capricho mío, nada que ver. Son para otras estupideces. El viernes pasado me mandó a redactar una carta invitación para la embajada de Haití. El asunto, según, era altamente confidencial, nadie en la oficina debía enterarse. La jefa dio detalles, que a mi entender parecían excesivos, hasta el presupuesto del evento tuve que cuantificarlo, hacer contabilidad de los alimentos, de mesas y manteles, de los adornos y etiquetas con los nombres de los invitados, de las sillas y de cómo había que ir vestidos. Después de los saludos cordiales, ella recomendó que la notificación debería ir en español y traducida al creole y francés; además, el en cuerpo delito —así lo califiqué— se percibían ciertas anomalías, evidencias que me llevaron a comentar el hecho con Marcos, y con Aparicio a través del chat. Según Mar, sólo eran cosas de diplomacias que no nos correspondía resolver, que si en la invitación mi jefa quiso alterar su contenido, haya ella con sus compromisos de funcionaria gubernamental y que dejara las cosas como estaban, que no me metiera en eso. Pero al contrario, Aparicio estaba con mis opiniones, comentaba desde el chateo que la encargada de asuntos exteriores para la otra mitad de la isla en sus recomendaciones al redactar el documento, le exigía al gobierno de Haití buscar conjuntos soluciones para la legalidad de los indocumentados, el tráfico de armas y personas, la influencia del narco y que cooperara con la solidaridad internacional de los países de la región, que contabilizara la milicia apostada en la frontera, conjunta con las de la ONU y que las visitas realizadas últimamente de algunas ONG sensibilizaban el estado de paz de los dominicanos. Claro, y al final, como sospechaba, Aparicio dijo algo tan macabro, tan inconcebible, tan de terrorismo que se me rayaron los ojos. Al parecer hay una fuerza diabólica que promueve la unificación de la isla, que desde hace mucho tiempo esta malignidad nos ve desde allá como si fuésemos una sola cosa indivisible y que por eso nos han tirado el problema haitiano como una vianda de carne a unos perros sin domicilios para que nos jodamos más de lo que estamos jodidos. A la hora del almuerzo, aquel viernes me fui a reflexionar, como ahora, sobre este asunto pendejo al restaurante de la Calle San Luis. Y no es que sea una xenófoba, no, sé de donde vengo, se quien diablos soy. Existen tantas diferencias que sería impertinente mencionarlas en secreteos para que nadie escuche, sólo yo decírmelas, ni pensarlas siquiera, todo el mundo sabe y más las instituciones y los gobiernos que piensan que somos una misma vaina. Se equivocan, somos dos pueblos, dos razas enteramente distintas cohabitando una misma maldita isla en el Caribe.

En la tarde me encontré con Marcos en la Plaza. Tomamos helados de nueces y ron pasas en Mac Donald’s. Habló de su viaje fugaz a la capital. Trámites de colores y poesías, que según él no es poesía y que para mí sí es plástica poesía. Nos dirigimos al teatro. Decidimos caminar un poco por la Del Sol. Yo se lo exigí. Deseaba acordarme de épocas de lluvias y este era el mejor día. Después iría a buscar su auto aparcado en uno de los centros comerciales de la ciudad. La orquesta de jazz había hecho su primera intervención, el ambiente estaba caldeado y también me enteré por una pareja de mujeres artistas que conocía, pero que raras veces conversaba con ellas. Cuando Mar me iba a dejar frente al bar del teatro, dijo que nunca antes hubiese sido tan feliz. No contesté. No le creí ni una sola sílaba. Sonreía dando hipótesis de que yo lo sabía. Quiso besarme y lo rechacé ofreciendo una de mis mejillas. Trataba de buscar mi boca y al ver que lo esquivaba, desistió de mi ofrenda y no llegó a besarme, me abrazó con mucha fuerza y lo necesitaba, sentía un abismo en la espalda. Mar hacía rato que se había marchado a buscar su carro, y la orquesta iba por su tercera interpretación. El solo de piano, un blues, que luego pasó al saxofón y después toda la orquesta llevaba el ritmo acompasado (ese contratiempo ineludible) y sincopado de la melodía me trajo omnipotentes instantes de Aparicio. Reflexiono muchas veces que hasta cuando viviré con la situación de recordarlo por cualquier nimiedad, y me digo, ya basta Gina de pendejadas, ponte en lo tuyo y borra a ese enclenque tísico. Pero endiabladamente es inútil, viviré con esa carga toda la vida, con ese pedazo de poeta de mierda. A principios que Aparicio se marchó fuera del país, le comenté algo sobre jazz en un correo electrónico y a la semana siguiente me mandó uno sobre la evolución histórica de esa música, dijo que era un artículo, que no sabía de dónde lo había sacado, pero que lo aprovechara porque cosas así no se daban todos los día. Dudaba de la procedencia de tal artículo y comencé a investigar su origen en la red. La duda me venía por la sintaxis tan bien elaborada, como si el escrito fuera copia de una enciclopedia o estratos de documentos relacionados con la historia del jazz. Pasé varias semanas rastreando, haciendo comparaciones de oraciones, preposiciones y conjugaciones verbales, encontrando similitudes en uno que otros compendios. Le comenté algo a Ulises, y me recomendó que no jodiera con el asunto, que lo dejara así porque no valía la pena. En una página web hallé algo. Ahí estaba la historia del Jazz. Leí con detenimiento e increíble, Aparicio o quizá otra persona había copiado casi con exactitud lo que leí con preocupación (podría estar equivocada), salvo algunas cosas que presumían ser parafraseadas y en otros muchos párrafos se notaba que eran totalmente distintos. Nunca le reclamé a Aparicio por esto. No sé si hice bien o mal. Total, si lo intentaba siquiera, Aparicio con su labia de poeta maldito y rabioso, si fue él en verdad, sacaría justificaciones incoherentes y en esa época yo no estaba para pleitos de conyugues, porque eso era lo que parecíamos cuando nos armábamos en discusiones. Mientras escuchaba la música, ah, esa música que me viene en venirme, consideraba oír a Aparicio diciéndome que a quien le iba a importar cosas como esas, que con adquirir conocimientos no se ofendía a nadie, que el articulista sólo quiso dar a conocer, y dar sin recibir es cosa impracticable hoy día, que qué coño si original o no; lo importante era apreciar el gesto, la donación, el desear brindar algo de provecho sin interés, sin la menor contingencia de restarnos, si no de sumar y multiplicarnos para crecer, para descubrir y redescubrir, para abrirnos otras posibilidades de ser otros y no unos monigotes ahí parados al borde del camino. Posteriormente me lancé a encontrar discos compactos en las tiendas de músicas, di con algunos de los nombres que hicieron historias en el jazz, por ejemplo —me gusta tanto escucharlos a solas en casa—: Charlie Parker, Mahalia Jackson, Coltrane, Armstrong y otros. De algunos de ellos no encontré, quizás dejadez mía, pero me las ingenié para bajar del internet algunas canciones. Luego me enteraría que en el bar del teatro daban conciertos de jazz todos los lunes. Desde entonces he ido—casi nunca dejo de asistir, sólo por los contratiempos de trabajo— a disfrutar de la música.



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