martes, 7 de julio de 2009

Cuentos

En las afueras de la ciudad


Ausente de toda fisonomía, el extraño personaje se dirige al baño. Necesita asearse. Hace mucho calor pese al frío del trópico a principios de año. Para este individuo bañarse es el disfrute extremo de saberse limpio. Se ha sentido sucio, que apesta a podredumbre, como un animal fermentado, repleto de gusanos.
Ya ha abierto el grifo de la regadera. Pasa una y otra vez el jabón por su cuerpo incorpóreamente liviano. La ducha le calma, se dice, y construye un hueco entre la respiración flemática y el vapor gélido.
Hoy mantuvo, por lo menos, varias horas vagando por los centros de diversiones creyendo encontrar alguna vieja perniciosa. Como esta masa insoportablemente transparente se siente obscena como un puerco inundado de estiércol, hedionda hasta lo menos insospechable, decide meterse a la cama y que ya es suficiente de estregarse el cuerpo.



En un rincón del bar vio aquella mujer estupendamente fina, ausente, indiferente, ajena a todo el bullicio del lugar, en el instante que atravesaba una puerta. Retrocedió algunos pasos para verla. Entonces ocupó una zona a pocos metros de ella. La observaba como esperar a alguien, ansiosa, con la vista perdida. De pronto comenzó a mirarlo frívolamente, incitándolo a algo. Él se levantó del asiento y fue a parar a la mesa que ella ocupaba. Sin preguntar la agarró de una de sus muñecas y en aquel momento a él se les crisparon todos los pelos del cuerpo. La mujer no se opuso, si no que ocultando su cara se levantó del asiento. No le importaba que fuera un poco más joven de lo acostumbrado, tenía que venirse esa noche en cualquier vagina. Nunca ha tolerado irse en blanco cuando sale a cazar las viejas ninfómanas.
Acordaron ir a la casa de ella en las afueras de la ciudad. Abordaron un taxi que se encontraba frente al lugar de diversiones. A él le pareció algo desatinado ver como a la mujer se le posaba una mueca ridícula en la boca al acariciarle los muslos durante el trayecto, y sin darle importancia a esto continuó la faena para ponerla en ganas.
Pagó el taxi y el conductor le dijo que qué diablos iba a buscar en aquel lugar. Sólo lo miró como expresándole: no vez amigo a lo que vengo. Como el taxista no obtuvo respuesta se alzó de hombros, marchándose a gran velocidad.
En el acto del coito ella le pronunció entre quejidos y suspiros, Perro maldito la vas a pagar.
Escuchó lo de perro como una obscenidad execrante, fuera de lugar, sintiéndose inmundo, asqueroso; pero lo de la vas a pagar lo consideró un simple adorno, porque a veces a estas mujeres le dan con murmurar palabrotas y con que hay que darles unas trompadas por las costillas cuando están llegando al orgasmo.



Eran más de las tres de la madrugada cuando llegó a su apartamento. Encendió un cigarrillo después de servirse un poco de ron. Pero aquella frase lo mantenía despierto, intranquilo. Ya no recordaba nada, sólo el perro y la turbulenta pasión desatada. Trataba de encontrar la frase completa. Algo lo imposibilitaba. Apenas tan sólo el rostro de la mujer vislumbraba tornándose borroso en su memoria, confundiéndose con los quejidos de placer. Esto lo perturbaba hasta creer que alguna burla fúnebre se le introducía en sus adentros.



Acostado en su lecho, se decía, que hoy había roto el record de estar metido en la ducha. Poco a poco él, o lo que se asimila a lo que es él, se va transparentando en el ambiente, en un aire viciado de sueño, de presentimientos inequívocos, dudosos de por sí. Miren como él se embeleza, sus retinas están semiblancas. Sonríe porque ve a una mujer llegar de lejos, con un bulto cubierto de polvo casi vacío, con las manos delgadas y un rostro enfermizo como quien tiene muchos días sin pasar un bocado. La mujer a lloros suplica, se lamenta de su desgracia. Él se identifica con sus sufrimientos. Ella ha salido aventurarse desde un lugar remoto en busca de un cambio. Sabe que se ha alquilado en una casa de familia y allí el hijo de los dueños de casa la desea, le insinúa su afecto con las palabras que le dice, con el trato afable y ella se niega por respeto. Ha pasado un año de su arribo a la ciudad y el hijo de los dueños de casa no le deja espacio, a cada encuentro la asedia. La mujer está más frondosa, sus caderas se han anchado, el rostro enfermizo se ve lleno de salud. Él está planeando brecharla cuando se meta al baño para masturbarse, forzarla hasta manosearle los senos o quizá violarla cuando sus padres no estén en la casa. Siente náuseas. Mira como ella se retuerce debajo de él como una culebra, resistiéndose, quejándose indefensamente, llorando su revés, gimoteando por las amenazas, por la fuerza bruta de unas manos que la toman del pescuezo con rabia y furia. Escucha los ahogos, la tos seca y tan clara que pierde de vista las figuras.
Aprieta sus ojos, le arden. Él no se ha detenido a ver bien la cara de la mujer agonizante, posiblemente eso a él no le importe, sólo que más allá de su sangre de animal reptante unas ganas de continuar observando le mutilan la voz, lo llevan a sentirse sucio, a darse esos baños inmensos hasta despellejarse la piel.
Muy lentamente abre los párpados. Palpa las mejillas de la mujer que no se mueve como si le estuviera proporcionando tiernas caricias a una muñeca de trapo. Desea huir de allí lo más pronto permisible; pero ve a la mujer dirigirse a su casa, tocar la puerta y él se levanta levitando por todo el cuarto e inspirado se dijo que sería mejor tomarlo con calma, con frialdad. Abre, y es la mujer que meses antes le susurraba al oído entre suspiros y quejidos de placer: perro maldito la vas a pagar. La mira a los ojos y excitado ve la misma mueca que hizo en el taxi. No dice ni una palabra como si le han arrancado la lengua de cuajo. Esa madrugada en las afueras de la ciudad la mujer casi no pronunció palabras y hoy dice con una voz de ángel vengativo:
Se te quedó algo y vine a traértelo para que no te molestara en ir a buscarme.
Ha mantenido la boca abierta como quien no cree lo que está sucediendo. ¿Cómo sabía esta mujer donde él vivía y quién le dijo que a él se le quedó algo en su casa?, se corroboró y de inmediato pregunta:
Cómo diste con mi paradero. Jamás te volví a ver por los centros de diversiones.
Como te he dicho, vine a traerte lo que se te quedó. Siempre he sabido donde vives, dijo ella sonriendo maliciosamente.
No se me olvidó nada, es extraño, objetó él desviando la mirada.
Que no, y esto. Le muestra el cuello amoratado, con pequeñas yagas conforme a unos dedos encarnados en la piel. Abre su boca y deja ver una lengua inusualmente saliente y desencajada de su sitio.
Él pasa sus manos por la cara desarticulada y abre imbécilmente los ojos. Retrocede dudando como dándose cuenta de todo.
Ella lo mira duramente, odiándolo hasta las entrañas desde que lo conoció.
Me dijiste que esto te gustaba, pronunció la mujer pasándose las manos por el cuello.
Está sobresaltado. Este absurdo lo lleva a pensar en sus años de adolescente. En el poco tiempo que duró en la cárcel por la influencia de sus padres. Tiene el cuerpo como una sola gota de sudor chorreante. Cierra sus ojos como queriendo deshacerse de aquello que no cree, de esa aparición insana que ha venido a perturbarle el sosiego.
No te alteres. Todo ha sido a pedir de boca, aclaró ella pasándose las manos lujuriosamente por las yagas.



Desea despertar de golpe. Con dificultad va abriendo sus párpados. Respira entrecortadamente un aire espeso y ve que sus miembros están ausentes. Con un susto inconvencional tira un grito profundo, brutal, como de ultratumba, comprendiendo que por esta vez se quedará dormido sin poderse dar el último baño para despojarse del sucio que lo invadió desde aquella madrugada en las afueras de la ciudad.

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